lunes, 26 de octubre de 2009

Tres golpes

  Yo, al igual que tantos otros, llevo en el cuerpo señales, marcas, cicatrices de golpes que se produjeron durante mi infancia o adolescencia. También, como tantos otros, llevo en mi memoria algunos golpes de los cuales, al menos a simple vista, no quedó muestra, pero sí se grabaron en el rincón de los recuerdos.
  Tan sólo tres son los que aquí explicaré porque reflejan otros tantos aspectos de comportamiento: imprudencia, temeridad y comodidad.
 
  Primer golpe
 
  En el pueblo, cada año tenía lugar lo que en general, se denominaba "la corta". Era todo un proceso que se iniciaba con la minuciosa selección de árboles, y seguía con la marcación de los mismos, distribución en lotes lo más igualados posible (tantos como vecinos había, incluyendo a la maestra y su respectiva escuela, el maestro con la suya, el señor cura, el médico, el secretario del Ayuntamiento y la Guardia Civil. Los lotes, posteriormente, se sorteaban entre todos ("la suerte de la leña"), y que el municipio facilitaba a sus vecinos para alimentar el fuego de cada uno de los hogares durante los largos y gélidos inviernos, y para cocinar todo el año, como es lógico.
  Por fin, llegaba "la corta" propiamente dicha y que consistía en eso: cortar cada vecino, por su cuenta, el lote que le había caído en suerte y que después había de acarrear hasta las proximidades de su domicilio. Allí se "picaba" la leña menuda, se serraban los troncos, se convertían éstos en rajas y, a continuación, se ponía todo a buen recaudo, o sea, bajo techo.
  Pues bien, en uno de esos momentos, se produjo el primer golpe. Estaba un chaval (unos cinco años mayor que yo) con una maza introduciendo una cuña en uno de los troncos cuando, imprudente de mí, me situé justito detrás de él en el instante en que alzaba la maza hasta prácticamente su espalda para tomar más impulso. El golpe que recibí en plena nariz fue como para dejarme chato para toda la vida. Comencé a sangrar cual cerdo en la "matanza", a llorar y correr hacia casa, donde mi madre hizo todo lo necesario para cortar la hemorragia. Y al contarle lo sucedido, no echó la culpa al chaval, no, sino a mí por tonto e imprudente.
 
  Segundo golpe
 
  No recuerdo de quién era el carro que estaba aparcado delante de la cochera de "El arco" (así denominada una casa del pueblo por tener el acceso previo a la puerta de la misma, en forma de arco. El carro, de eso sí me acuerdo, tenía su tentemozo en pie y el "ubio" preparado para uncir las vacas, que probablemente estarían herrándolas en el potro del Félix, que se hallaba muy cerquita de allí.
  Andábamos unos cuantos chicos subiendo y bajando del carro, hasta que auno, todo un saltimbanqui, le dio por hacer una sorprendente muestra de su habilidad, cogiéndose con cada una de las manos de sendas estacas del mismo y dar hacia atrás una espléndida voltereta que le dejó en su postura inicial.
  Yo, no faltaba más, cómo iba a ser menos con lo valiente que era. Sin encomendarme ni a Dios ni al diablo, desafiando las más simples reglas de la lógica, me puse de pie, agarré cada una de las dos estacas con la correspondiente mano y... ¡vaya morrada me pegué! ¡A sangrar como para hacer morcillas! No se me ocurrió pensar que al dar la voltereta no podía girar las manos. Una cosa es ser valiente y otra muy distinta, temerario.
 
  Tercer golpe
 
  No tengo ni la más remota idea de cuántos años vino al pueblo "el señor del espliego" ni durante cuántos días se quedaba en él. Sin embargo, mi pituitaria sí que se quedó para los restos con el recuerdo diáfano de un invasivo olor a espliego que lo impregnaba todo. Parece que estoy viendo al señor en "La fuente vieja" metiendo leña por aquella especie de túnel para calentar el espliego que llenaba una caldera en cuyo fondo había un filtro que la separaba de una inferior con agua y a la que iba a parar la esencia de tan olorosa planta.
  Para las gentes del pueblo estos años fueron estupendos, puesto que les permitió ganarse unas buenas perras, tan necesarias en aquellos tiempos al venderle al señor el espliego que iban a segar a "La cuesta".
  Fue, precisamente, al descender de allá con el carro bastante lleno de sacos de espliego, cuando me empeñé en querer ir subido en él, tumbadito encima de los sacos. De pronto, el carro volcó, saliendo yo despedido dándome en la cabeza un buen golpe contra una piedra y, por tanto, haciéndome una "piquera", afortunadamente pequeña y superficial, pero que sangraba demasiado para la poca importancia que tenía. Mientras mi madre se encargaba de mí, mi padre, rápidamente, fue a desuncir a las vacas, pues es de ver cómo, al volcar el carro, éstas se abren girando el cuello :asta lo inverosímil.
  Mi madre me lavó la herida con un poco de agua; verificó que no era ni profunda ni grande, me dio un pañuelo para que lo mantuviera apretado contra la herida y, como no había perdido el conocimiento ni por asomo, me mandó tranquilamente para casa. Por cierto, me quedé tan sorprendido, que cuando quise arrancar a llorar, ya se me había pasado el susto.
  Mientras me alejaba, mis padres, con la ayuda de otras personas del pueblo que por allí andaban en los mismos menesteres, se dedicaban a descargar el carro, ponerlo en pie..., yo seguí, algo incómodo, mi camino hasta casa para contarles a mis hermanos mi gran aventura.
 
 
 
 
 

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