sábado, 4 de abril de 2020

El cartero

  El cartero

 

  Mientras tomaba el cafetito de media mañana con la mente en estado de calma chocha, una ligera brisa musical empujó hasta la orilla de mis recuerdos la intimista voz de Georges Moustaki, interpretando uno de los temas de un maravilloso disco titulado, genéricamente, Le Métèque y que forma parte de la intransferible banda sonora de mi vida.

  Como si la susurrante voz del cantautor me recomendara: "douzement, mon ami", bebo a sorbitos de pájaro el café, me recreo en alguna de las escenas que me recuerdan las canciones del disco y, por fin, lo busco en mi musicoteca cibernética y lo reproduzco según el orden establecido en el mismo.

  Cuando, tras las introductorias notas desgranadas por la guitarra y una deliciosa voz femenina cantando de fondo, Moustaki recitaba: "Le jeune facteur est mort, il n'avais que dix-sept ans..." el timbre del interfono irrumpe groseramente en la cálida y mágica atmósfera vivencial.

  Con manifiesto fastidio, me incorporo y "douzement" voy hasta la puerta y descuelgo el auricular.

  -¿Sííí? ¿Quién es? -pregunto.

  -Correo comercial -informa una voz desde abajo.

  No puedo reprimir un ¡mierda!, mientras cuelgo al constatar que otras voces del edificio contestan también al repartidor publicitario que cual acordeonista ha deslizado sus dedos por una de las filas de botones del panel presionándolos.

  Regreso al sillón; pero los hilos mágicos ya han sido cortados y, aunque Moustaki y la dulce voz femenina siguen rindiendo homenaje al joven cartero muerto, mis recuerdos ligados a la canción se desvanecen. Intento recuperarlos reproduciéndola desde el principio. No, ya no es lo mismo. Mis pensamientos buscan acomodo en otros parajes.

  De súbito, coincidiendo con el último acorde, vuelve a sonar el interfono. Dejo que el disco siga su curso en tanto que, ahora más rápido, me dirijo a la puerta. Descuelgo y con tono desabrido -agresivo diría más bien- respondo:

  -¿Quién eees?

  -Correos, el cartero.

  Pulso el botón, cuelgo, y mientras parsimoniosamente retorno al cómodo sillón, por esas extrañas correlaciones o escondidas invocaciones, venida del más allá la voz de un amigo rasga mi habitáculo mental con una relampagueante frase: Está más sudado que calcetín de cartero rural.

  Quedo prendido en ella. Me acerco a la mortecina lumbre de mis recuerdos, remuevo las cenizas con las largas tenazas de la memoria y atrapo una pequeña ascua cargada de cartas, postales, esquelas, periódicos...

  Si el dicho se hizo proverbial, sería -digo yo- bien porque el único cartero de cualquier pueblo bastante grande se lo pateaba de arriba abajo repartiendo la correspondencia, o bien porque, recogida en la estación donde se detuviera el medio de transporte que la llevara, había de repartirla "a patita" por varios de los pueblos de la zona, con lo que estaba garantizado que en su diario deambular con su clásicas gorra y cartera sudaría el calcetín hasta acartonar la suela. Sin embargo, en mi infancia, adolescencia y aun en algunos de los años de la juventud, el cartero de mi pueblo, el Tino (que así se llamaba) poco lo sudó, y es que mi pueblo era tan pequeño -ahora lo es mucho más, en habitantes, se entiende- que podía llevar los mismos calcetines varios días sin que se acartonaran.

  No tenía el Tino, precisamente, 17 años. Bajo, calvo y con tres hijos, me parece estar viéndolo, sin gorra ni uniforme especial, recorrer ordenadamente el pueblo, llevando en su cartera las cartas de los mozos que, en Africa o cualquiera de las provincias de España, hacían la mili; las de hijas, hijos u otros familiares, integrantes de la diáspora laboral que incluía el extranjero (fundamentalmente Francia, Alemania y la Argentina); las de amor -que alguna, habría, supongo yo... y esas que a mí tanto me llamaban la atención y que encogían el alma: las ribeteadas de negro.

  ¡Con qué ilusión esperaba yo su llegada en mis períodos vacacionales! ¿Por qué? Porque el intercambio con los amigos del colegio era frecuente, y más tarde, con algunos de esos intensos e idealizados amores adolescentes. Y aquella vez, en la que sin encomendarme ni a Dios ni al diablo -tendría yo 13 o 14 años- solicité (por carta y en Braille, naturalmente) a la imprenta de Barcelona los cuentos de los hermanos Grimm. ¡Qué putada, Tino! En aquella ocasión tuviste que transportar los ocho gruesos volúmenes en Braille desde la estación del ferrocarril. Estoy convencido de que fui el primero en tu reparto. Probablemente, ese día sería uno de los que más sudaste -era verano- por lo cual los calcetines, si no acartonados, al menos sudados sí que lo estarían.