miércoles, 7 de octubre de 2009

Comulgar sin haber hecho la "Primera Comunión"

No sé si a X, en la escuela, le pincharon o se pinchó un dedo pulgar con una pluma, lo cierto es que se le infectó y a punto estuvo -eso se dijo- de que tuvieran que amputárselo. Quizá por este hecho (tiempo más tarde) me dieron de comulgar repetidas veces sin haber hecho la "Primera Comunión". La escuela del pueblo de los chicos era una sala rectangular con dos filas de pupitres de a dos, una estufa entre ambas, un estrado donde se hallaba la mesa del maestro, detrás de la cual y en la pared o pegada a ésta, un reloj estropeado, la bola del mundo, una librería, un crucifijo y la fotografía de Franco. En las paredes más largas, pizarras, el mapa de España y el de la provincia. Y don Eugenio era el maestro, que si bien oía y veía mal, sacudía que era un primor. "Una tarde parda y fría", los pequeños estábamos haciendo ejercicios de caligrafía cuando, al levantar la vista del cuaderno, vi en el pupitre de delante a Z, un tanto ñoño, quejica y algo berzotas, concentrado en su tarea, con la cabeza baja y todo un cuello estirado que me incitaba a… No Pude resistir la tentación. Me incorporé y, sin apretar gran cosa, le puse una banderilla. Saltó cual resorte y, mirando hacia atrás, me pilló con la mano en la pluma. Sólo me dijo: "Ahora mismo vas a don Eugenio". En vano ofrecí cartones, gállaras, un espléndido tiragomas que tenía y no sé cuántas cosas más. Se incorporó rápidamente, subió el único peldaño de acceso al estrado, reclamó la atención del maestro y le contó lo sucedido. Don Eugenio alzó la cabeza,clavó en mí una iracunda mirada y me llamó. En cuanto estuve ante él, sin mediar palabra, me agarró con la mano izquierda del pescuezo con un pellizco y, al tiempo que tiraba hacia arriba hasta ponerme de puntillas, con la derecha iba dándome de comulgar por un lado y por el otro. A continuación, me castigó de rodillas en uno de los rincones, eso sí, sin los brazos en cruz, ni libros que aguantar. Cada vez que, en sus paseos por la escuela, pasaba a mi lado, se detenía un momento, me miraba y alguna que otra vez, me volvía a dar de comulgar: supongo que se acordaba del dedo infectado de X. Tan sólo en una ocasión más en mi vida (tendría once o doce años y estaba en otra escuela) no pude resistir la tentación ante un niño de mi edad, también un tanto ñoño, quejica y algo berzotas, al que le propiné, así, sin más, una suave patada en la espinilla. Me vio uno de los vigilantes y, como no podía ser de otra manera y además muy justamente, me administró la consabida comunión, y esta vez sí que ya había hecho la "Primera".

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