sábado, 24 de octubre de 2009

Obediencia o miedo

  -¿Te vienes a segar conmigo¿" -me preguntó mi padre una mañana temprano que ya andaba yo zascandileando a esas horas por casa.

  -¿Adónde? -pregunté a mi vez.

  -A la "pieza" de "Los tres robles". Está muy cerca, un poco más arriba de la carretera-contestó.

  -sí. Espera que voy a buscar la visera, la hoz, la zoqueta y el dedil.

  Y como un cohete salí a buscar las herramientas adecuadas a mi tamaño, que las había, porque todos ayudábamos a las tareas de la cosecha en la medida de nuestras posibilidades. Asimismo, cogimos el botijo de agua y la bota de vino. El almuerzo nos lo traería mi madre, que se quedaría a segar también, mientras mi hermana cuidaba a los más pequeños. Lo que no logro recordar es dónde estaba aquel día mi hermano mayor.

  Llegamos allí, colocamos a la sombra del más frondoso de los árboles bota y botijo (bien tapados en este último boca y pitorro para evitar la posible entrada de bichitos), nos calzamos zoqueta y dedil, y... ¡al tajo!

  A media mañana apareció mi madre con el almuerzo que devoré como si hubiera trabajado por dos.

  Tanto mi padre como mi madre, a pesar del achicharrante sol, hacían pocas interrupciones en la tarea para echar unos tragos, bien de vino o de agua; pero yo, más por escurrir el bulto que por sed, solía ir a la sombra del roble y me entretenía un rato en beber un traguito sin ganas (por aquello de tranquilizar la conciencia, oír cantar a los pajarillos, ver quien estaba segando en las proximidades, mirar los pocos vehículos que pasaban por la cercana carretera y hacer algún "gallo" con alguna de las cañas del cereal que se estaba segando, en aquel caso, trigo.

  En una de estas escapadas, a paso de tortuga y silencioso, me dirigí hacia los consabidos robles atravesando todo el terreno ya segado. De repente, al mirar para el suelo, vi acurrucada en su nido y, por tanto, empollando los huevos, a cosa de un palmo de mis pies una codorniz con su color pardo y rayas más oscuras de camuflaje. Qué raro que ni mi padre, ni mi madre, ni  yo mismo, no hubiéramos visto el nido al segar allí. Me quedé completamente quieto, fija la mirada en la codorniz, que seguía acurrucada. ¡Dios mío, qué dudas pasaron por mi mente en un segundo! Inconscientemente llevé mi mano a la visera.

  Me hubiera sido muy fácil atraparla echándole encima la visera, pero, en ese momento, me vino a la memoria lo que mi padre me había dicho varias veces, que a partir del 15 de agosto se podían cazar las codornices, puesto que se levantaba la veda. Hasta entonces estaba prohibido, y que si te cogía la pareja de la Guardia Civil con una, te ponían una multa, ya que había que dejarlas criar.

  Ignoro si fue por obedecer a mi padre, por miedo a la Guardia Civil o por qué, el caso es que, un tanto desilusionado, reanudé mi camino. En ese instante, salió volando la codorniz.

  Desapareció esa pequeña desilusión Cuando, al explicárselo a mi padre, éste alabó sinceramente mi comportamiento. Y la codorniz, seguro que también, como sus polluelos cuando les contara lo acontecido aquella mañana, aunque cayeran, a partir del 15 de agosto, ante las escopetas de los terribles cazadores.

 

 

 
 

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