martes, 6 de octubre de 2009

La hija de la Valerosa

¿Te acuerdas, padre, de la Mohína, aquella oronda y seria vaca que tuvisteis que vender cuando pasó lo que me pasó? ¿De la fiel y trabajadora Chamorra que, cuando años más tarde y ya vieja, una vez cerrado el trato, al entrar en la cocina para comunicar que ya la habías vendido, se te saltaron las lágrimas? ¿De la Chaparra, dignísima hija de la anterior? Y, por fin, ¿de la Valerosa (la mansa, la trabajadora, la soberbia matrona suiza)? Pues bien, padre, estoy seguro de que lo que no recordarás, y menos allá donde ahora te encuentras, es que cierto día (tendría yo unos cinco años) por la mañana temprano, bajé al portal (mis hermanos supongo que estarían aún en la cama) y me dijiste nada más verme: “Anda, entra en la cuadra y mira lo que tenemos.
Pronto y bien mandado, allá fui. ¿Cuál sería mi sorpresa al descubrir que las otras vacas no estaban y que, tumbada al lado de la Valerosa, que la lamía tiernamente, se hallaba una preciosa ternerita completamente blanca. Sin que se me ocurriera, ni por asomo, pensar en que tendríamos calostros con lo que a mí me gustaban, me acerqué confiado, pues esta vaca no amurcaba, y la acaricié a mi vez, mientras la madre me miraba como diciendo: “¿Has visto qué maja es?”
Tras varios minutos de afectivo diálogo y una suave palmadita en el testuz de ambas, salí corriendo hacia la cocina donde estaban mis padres, a los que, así, de sopetón, les solté:
-Esta “jotita” es mía, ¿eh?
- También será de tus hermanos, ¿no? –respondió mi madre.
-Bueno, sí, pero más, mía, ¿vale? –contesté rápidamente.
Fueron pasando los días sin que faltara uno solo a un par de citas, como mínimo, con “mi” becerrita. Pero todo tiene su fin.
Un día, me hallaba yo, más solo que la una, encaramado en el montón de leña, todavía sin picar, situado unos 20 metros delante de casa, cuando vi a mi querida Blanquita, a la que sin saberlo aquella mañana le había dado el último abrazo, sacada a viva fuerza de la cuadra con una soga atada al cuello de la que tiraban dos hombres, y empujaba mi padre por detrás. Por más que se negara a abandonar esa cuadra en la que tan feliz había sido y a su madre, en aquellos momentos, ausente a propósito, fue conducida hasta el camión de “Los Cuadraos” de Salas donde esperaban otras pobres terneras para emprender el camino hacia las carnicerías. No pude aguantar más. Me tapé la cara y comencé a llorar desconsoladamente, como, a su modo, haría la Valerosa al volver por la tarde a la cuadra y no encontrar a su hija.
Al cabo de un rato oí que mi madre me llamaba, y al ver que aún seguía llorando me dijo:
-La vendemos porque es necesario comprar cosas para todos los de casa.

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