lunes, 5 de octubre de 2009

El olmo seco de la Soledad

Cuando leí por primera vez el célebre poema que Antonio Machado dedicara “a un olmo seco”, pensé que se había inspirado en el que se alzaba delante de la ermita de la soledad de mi pueblo. No, no era éste, pero como si lo fuese; por eso, cada vez que he leído y leo este bello poema, por mi mente desfila una serie de imágenes que me trasladan a mi infancia (primaveras de los seis, siete u ocho años) en que chicos y chicas nos reuníamos en torno a la ermita de la Soledad situada a las afueras del pueblo, para jugar a la gallina ciega en el pequeño pórtico de la misma, a los “hinques”, a la “estornica”, al escondite, a los médicos, a papás y mamás… y, sobre todo los chicos, introduciéndonos por el orificio que al pie del grueso olmo había abierto el rayo en su salida, intentar ascender por el hueco del tronco hasta alcanzar el orificio de entrada, que suponía el triunfo con el consabido regocijo interior por haberlo conseguido y la lógica vanidad por lograrlo ante compañeros y compañeras y algún casual adulto que pasara por allí.
No recuerdo, por supuesto, cuál de mis numerosos intentos se vio recompensado con el éxito, ni si fue a los seis, siete o a los ocho años; pero sí recuerdo, claramente, que siempre que me aprestaba a realizar un nuevo intento dentro del árbol, miraba hacia arriba creyendo que ésa ocasión sería la definitiva, a pesar de lo lejos que me parecía encontrarse la meta, quizá porque ese espléndido pedacito de cielo que se dejaba ver, todavía lo alejaba más; aunque, por otra parte, me estimulaba, tiraba de mí. Así pues, abriendo brazos y piernas y aprovechando los más mínimos salientes del tronco, apoyaba fuerte las manos y los pies a cada lado y… palmo a palmo hacia la luz.
Recuerdo, también diáfanamente, que el día que lo conseguí, me quedé sentado en lo alto del olmo, primero, muy quieto, recuperando el resuello y, por fin, levantando los brazos y agitándolos, grité: “¡Eh!, ¡lo he conseguido!, ¡lo he conseguido!”
Hoy día, la ermita de la Soledad sigue allí (desde el siglo XVIII) con las curas propias de las leves heridas que el tiempo le ha ido infiriendo; mientras que una enfermedad irreversible se llevó a los cuatro olmos que la protegían por delante y uno por detrás, y que según la Marcela, que Dios la tenga en su gloria y que nos espere por muchos años, pregonaba que tenían nombre: A-VE-Ma-RÍ-A. NO sé si sería cierto, pero lo que sí lo es, es que sin haber ido prácticamente a la escuela, sabía dividir muy bien las palabras por sílabas.
¡Ah!, La Cruz de piedra, erigida entre los cuatro olmos, también sigue allí: ella sola se basta y se sobra para proteger a esta bonita ermita.

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