martes, 20 de octubre de 2009

El caño

  Ayer iba yo con mi mujer y mi hijo por la calle, cuando oímos a un niño que le decía a otro más pequeño y que parecía ser su hermano: "A ver si sabes decir deprisa, del coro al caño, del caño al coro; del coro al caño, del caño al coro...". Esto, precisamente, no me hizo rememorar aquellos tiempos de colegio en que jugábamos con todo tipo de trabalenguas, sino un toponímico de mi pueblo: "El caño", situado al pie de "La cuesta". ¿Por qué?

  En el pueblo, cada vecino podía llevar a lo que podríamos denominar "ganado público" cuatro vacas como máximo. Este ganado, como es lógico, se había de custodiar; pues bien, el número de vaqueros que habían de hacerlo y que eran los mismos vecinos por turno, se determinaba en base a los terrenos privados que tuvieran que preservarse. Había dos turnos: el de los "nones" y el de los "pares"; de tal modo, que si un vecino tenía tres vacas, cuando venía el de los "nones" tenía que aportar dos vaqueros, mientras que si eran los "pares" tan sólo uno.

  Durante los meses de septiembre y octubre, creo recordar, las vacas dormían en el alambrado de arriba de la vía. Por la mañana temprano, se sacaban a "El caño" para que, estacionadas allí hasta las dos, más o menos, pudieran abrevar en las pozas, alimentarse y recuperarse de los diferentes y duros trabajos de la ya almacenada cosecha. Por la tarde, se levantaba al ganado y se le iba trasladando con el fin de que se alimentara de hierba y rastrojeras, pero poniendo mucho tiento en que las vacas no entraran en terrenos privados que se hallaban cultivados.

  A mí me encantaba ir a "El caño". Concretamente, recuerdo el año en que me tocó ejercer como vaquero, tanto para nosotros como para dos vecinos más del pueblo (supongo que a mis padres algo les pagarían por ello, además de la comida de ese día). Cuando, no sé cuántos vaqueros habían sacado las vacas, toros sementales (que eran propiedad del pueblo) y terneros del anteriormente citado alambrado, era el comienzo de mi tarea. Junto con uno o dos más, nos situábamos, siempre debajo del mismo árbol, desde donde se controlaba bastante bien si se desmandaba alguna res, por lo general muy tranquilas durante aquellas horas. Por tanto, yo me lo pasaba de miedo.

  Unas veces, el más mayor de los tres, que era un adulto, cuando alguna vaca o ternero se apartaba del resto excesivamente, solía decirme: "¡Anda, tú que tienes buenas piernas, vete a volver a esa vaca". Y allá iba yo como si fuera un perrito. Otras veces, bajaba a algún terreno cercano sembrado de patatas, desenterraba las de una mata, y a asarlas a las cenizas de la lumbre, que al pie de un hermoso roble, se solía hacer cada mañana: ¡estaban buenísimas con su chispita de sal! También iba a cortar algún ramito de endrinas que, puesto cerquita de las ascuas, le daban a ésstas un sabor estupendo. Pero las dos cosas con que más disfrutaba eran, por una parte, cuando me traían en una fiambrera la comida, pues normalmente había un buen tallo de chorizo, un trozo de lomo adobado y una tortillita de patatas: ¡toda una maravilla! Y por otra, generalmente en compañía de otro chico, ir donde estaba un ternerito o ternerita tumbados, acercarnos silenciosamente y cogerles del rabo.

Instantáneamente, se levantaban y salían pitando. Enganchados a la cola intentábamos seguirlos. ¡Pero cuántas veces tuvimos que soltársela si no queríamos ir a parar algún zarzal. Recuerdo que el tío Juan Ibáñez, al que le sabía a cuerno quemado, nuestro entretenimiento, como nos viera echaba unos tremendos juramentos e incluso nos lanzaba la cachava.

  Este entretenimiento acabó, no precisamente en "El caño", sino en la "Dehesa".

  En el tiempo de la escuela reservado a la comida (de la una a las tres), un rato antes de volver a ésta, que se encontraba muy cerca de la "Dehesa", nos fuimos unos cuantos allá a nuestro bonito pasatiempo. Descubrí un ternerito tranquilamente tumbado. Me acerqué sin hacer ruido, le agarré el rabo, se incorporó rápidamente y salió zumbando. ¡Las piernas no me daban más de sí! Justo en un buen charco fui a dar un glorioso panzazo. Como ya era prácticamente la hora de entrar, no me quedó más remedio que escurrir, como Dios me dio a entender, la ropa y a esperar que se secase, pero cantando las tablas de multiplicar.

  Han quedado en mi memoria tan marcados aquellos días de "El caño", donde se percibía además un suave olor a espliego, que he determinado que, cuando inicie mi viaje al "pacífico", que diría mi padre, lleven mis cenizas a esparcirlas desde el pie de "La cuesta".

 

 

 

 

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