miércoles, 14 de octubre de 2009

A la caza y captura

Con lo gratificante que es oír cantar a los pájaros en el campo y verlos volar libremente de acá para allá, y, sin embargo, ¡qué obsesión la mía (que además se prolongaría demasiados años) por cazar con liga y buscar nidos de cardelina!, ese pajarillo que tantas veces oímos cantar en barberías y talleres de zapatero remendón de muchos pueblos e, incluso, ciudades de esta “Piel de Toro” o “Tierra de Conejos”: ¡Vaya, hombre, siempre animales de por medio! Y no conforme con la persecución de este bonito pájaro, más tarde ampliaría mi campo de acción (con la imprescindible colaboración de mis hermanos) a pardillos y “turis”, hasta tener uno de cada, en su correspondiente jaula, colgadas de la viga del portal de mi casa. ¿Cuántos se quedaron en el camino, muertos de tristeza unos, y dejándose morir de hambre y de sed otros? No lo sé; pero ¡qué de emociones vividas durante el proceso!
Recuerdo que mi primera preocupación era la de disponer de una o dos jaulas con unas mínimas garantías de seguridad para albergar al futuro o futuros presos; luego, conseguir que mis padres me compraran liga y alpiste,preparar las varillas, que normalmente eran juncos, poner la liga en ellas (todo un arte) y, previa observación y selección de los lugares donde solían posarse para descansar, comer o beber, colocarlas estratégicamente con sumo cuidado y, por último… ¡esperar! Sí, esperar a que cayeran y cantaran en la jaula los resignados. Cardelinas, “turis” y pardillos: éste era el orden, de más a menos, según mi propia experiencia.
Tres momentos concretos me vienen a la memoria: En el primero me veo acechando, tras la pared de un prado, la llegada de posibles víctimas hasta los gardinchos, cardos o espinos de “Los Solares” en donde había puesto unas cuantas varillas con liga. En un susurro, y conteniendo la respiración, me decía: “¡Uno; ahí va uno…, a ver! ¡Ahora van cuatro! ¡Oooh, una pequeña bandada! ¡Vaya, pasa de largo! ¡Ahí viene otra! Pero por lo visto, los pájaros no tenían ni tienen una pluma de tontos, pues aquella vez, por más que me pareciera milagroso, no cayó ni uno.
En el segundo, esta vez detrás del frontón, me encuentro en mi labor de vigilancia, cuando un múltiple aleteo anuncia la huida de todas las cardelinas posadas allá, menos… ¡una! Ésta es la que advierte a las demás de que ha caído presa. Corro, emocionado, hasta la cardelina que hace ímprobos esfuerzos por desasirse de esa masa a la que están pegadas patas y alas. La “libero” con mucho cuidado y, a casa a toda prisa para introducirla en la jaula, dispuesta con su agua y su alpiste. ¡Qué revoloteo! ¡Qué rápidas miradas para todos lados! ¡Imposible salir! Si después de algún día, comienza a comer y beber, excelente señal.
Y en el tercer momento, me hallo en el rincón del prado que está junto a la derrumbada corte de la casa de la tía Inés. He dejado en el suelo la jaula que traía, me acerco sigilosamente a uno de los árboles y comienzo a trepar por él; llego a la altura donde hay un nido de cardelina que descubrí hace días y que, por supuesto, no desvelé a nadie; miro. No están los padres, pero sí las tres crías, ya muy próximas a abandonarlo. Cubro rápidamente el nido con una de las manos y, con mucho tiento, las cojo. Desciendo con extremas precauciones y, por fin, las introduzco en la jaula sin mayores contratiempos, dejándola allí.
Según mi preconcebido plan, me alejo y espero el regreso de los padres oculto tras unas zarzas. Ignoro qué veloces sistemas de comunicación utilizan los pájaros, pero el caso es que casi de inmediato aparecieron llamando a sus hijos, que al instante respondieron. ¡Imaginaos lo que pudieron decirse los pobres animalitos!
Dejé pasar unos minutos, durante los cuales, las crías se asomaban por entre los barrotes de su cárcel y los padres nerviosamente y sin cesar volaban de acá para allá sin atreverse a acercarse a la jaula. Por fin, salí de mi escondrijo. Al verme, los padres se alejaron hasta lo más alto de uno de los árboles y esperaron acontecimientos. Yo cogí la jaula y tranquilamente me dirigí a casa con la seguridad de que las dos cardelinas me seguirían.
Cuando llegué, fui a la ventana que había elegido previamente, y en el alféizar coloqué la jaula. No Tardaron en llegar los padres, que esta vez sí y poco a poco, fueron acercándose a ella hasta agarrarse a sus alambres.
Desde aquel día, la introducía en casa por la noche y la sacaba por la mañana. Puntualmente acudían los padres a dar de comer y beber a sus tres hijos. Puse agua y alpiste con el fin de que engancharan a comer y beber ellos solos. Pero… una noche se me olvidó meter la jaula, y a la mañana siguiente… me encontré las tres crías muertas, probablemente de frío, pues la temperatura había sido bastante baja.
Sí, efectivamente, trasladé a mi domicilio y, en consecuencia, disfruté durante años en él de la dulce melodía de la cardelina, del armonioso cascabeleo del “turis” y del maravilloso gorjeo del pardillo; pero, desde no sé cuándo, juré no tener jamás un pájaro enjaulado en casa y disfrutar del canto de los mismos en el campo, su hábitat natural. ¡Que los pájaros cantores me perdonen!

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola , encantado de conocerte

Anónimo dijo...

Igualmente; pero no sé quién eres. Y tú, supongo, contestarías: ¿A ti qué te importa? Pues vale, hombre, mujer o lo que seas, por lo menos dime qué te ha parecido el texto, ¿no?