martes, 24 de noviembre de 2009

Dos cambios de lugar

  Ese exacerbado sentimiento de propiedad, al que ya he aludido en algún otro de mis recuerdos, más una indudable ternura que despertaban en mí algunos animales cuando eran muy pequeños (aunque en ocasiones hubiera tenido que llevar al Arroyo o al Chorlón a ahogar a perritos o gatitos) fue lo que me condujo durante mi infancia a dos robos, sustracciones o cambios de lugar, que no son lo mismo, pero se le parecen mucho.

  Subía yo un día por la calle donde se hallaba la casa de "Los Jaboneros" y el casillo en el que metíamos el carro, cuando vi una gallina llueca rodeada de un montón de pollitos de un amarillo precioso y que parecían de juguete. Supuse que eran (y, en efecto, lo eran) de la tía Luisa, que vivía al otro lado de la calle donde tenía un corralito del que debían haber salido por la pequeña hornilla que había en la puerta del mismo.

  Siguiendo uno de esos típicos impulsos míos, aproveché  una distracción de la madre, y cogí dos. Inmediatamente fui al casillo y los introduje en una lata que allí encontré y que, por suerte, era lo suficientemente alta para impedir que pudieran escaparse.

  Estuve contemplándolos  y acariciándolos durante algunos minutos, mientras ellos no dejaban de piar, hasta que me marché, cerrando la puerta, y pensando en qué podría darles de comer: ¡Ya está¡, migas de pan duro ablandadas con agua. Ya volvería más tarde.

  No tengo ni idea de adónde ni qué hice después; pero cuando llegué a mi casa en busca del pan duro, un poquito de agua y algo en qué ponerlos, mi madre me preguntó:

  -Le has quitado tú dos pollitos a la tía Luisa? Me ha dicho que te ha visto por allí y que, al contarlos, le faltaban dos.

  -Sí, los tengo en el casillo -respondí sin dudar lo más mínimo.

  -Pero ¿y por qué los has cogido? -inquirió mi madre.

  -Porque me gustaban mucho.

  -Anda, vamos a devolvérselos.

  Y eso fue todo.

  Prácticamente la misma situación se produjo con la tía Juliana, sólo que en esta ocasión sustraje (cambié de lugar, vamos) un conejito. Había estado dando vueltas en torno a una conejera, consistente en un cajón rectangular (en no muy buen estado) dividido en varios compartimentos que esta familia solía sacar cada día delante de su casa, y que estaba cubierto por una red de alambre. Primero estudié la forma de extraerlo y, segundo, elegir el momento en que no hubiera nadie por los alrededores.

  Se dieron, por fin, ambas situaciones. Cogí el conejito, sedoso, calentito, y cuidando de no hacerle daño, me lo llevé para mi casa. Se lo enseñé a mis hermanos más pequeños y, a continuación,  lo metí en un canasto y lo dejé en el local donde dormían, también en compartimentos separados, cabras, gallinas y cerdos.

  Cuando llegó a casa mi madre, orgulloso le dije:

  -Mira lo que me he encontrado.

  -¿A quién se lo has quitado? -me preguntó.

  -A la tía Juliana -respondí como si nada raro hubiera hecho.

  -Anda, anda, vamos a devolvérselo. Cualquier día te denuncian y te coge la pareja de la Guardia Civil y te mete en el calabozo que hay en el ayuntamiento.

  ¡Ay! Acabo de llegar a una conclusión: Mi exacerbado sentimiento de propiedad (allá por mis 6 años como mucho) no tenía sentido sin compartirla con los demás. Y es que tener es compartir, sí señor, si no eres un redomado cabrito egoísta.

 

 

 

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