viernes, 30 de diciembre de 2011

Despierta, tito

  Despierta, Tito

 

  Anda, Tito, despierta, que te estás quedando congelado. Es hora ya de que vayas abriendo camino por entre esas espesas y oscuras nubes que pretenden quedarse a vivir en tu mente, y busques el sol de cada día y, removiendo las cenizas de tu lumbre vital, eches mano del fuelle y, con cuidado, con mucho cuidado de no excamparlas, soples para reavivar algunos de tus ocultos rescolditos y así puedas calentarte y calentar, iluminarte e iluminar por qué no, a algún incauto navegante perdido en el ciberespacio.

  ¿Ves? Ya parece que entra un poquito de luz y que se caldea el ambiente.: no en balde te ves en la cocina de casa sentado en aquel banco de madera con su respaldo y todo delante de la lumbre. Acabas de llegar de "Quijiares" con tu padre. Habéis ido, por lo que recuerdas, a localizar los enebros que os han tocado en el reparto de la leña que cada año se realiza para eso: para calentar y, por supuesto, para cocinar.

  Habéis llegado con el prío metido hasta en los más ocultos pensamientos y nieve y más nieve en los ojos. Porque sí, sí; había nevado bastante durante la noche; sin embargo, eso no supuso en absoluto ningún osbtáculo para que, voluntariamente, te brindaras a acompañar a tu padre, y eso que los dichosos enebros estaban lejos del pueblo, cosa que se te advirtió repetidas veces.

  Bien abrigado y con botas de goma hasta media pierna, habías iniciado la larga marcha más alegre que unas pascuas. Recuerdas que cuando subíais por el camino de la Cuesta, tú te adelantabas un buen trecho a tu padre y con dos dedos hacías marcas en la inmaculada nieve, simulando pisadas de liebre, y regresando hasta él, se lo comunicabas con gritos y gestos de sorpresa con la esperanza o ilusión de que se lo creyera. Como no picaba, pronto te cansaste del jueguecito y, cómo no, también de esa larga marcha y más, sobre todo porque dado el espesor de la capa de nieve, ésta se te iba introduciendo en las botas con el consiguiente y progresivo enfriamiento de los pies.

  Tienes perfectamente grabados en tu mente los momentos en los que tu padre buscaba entre los enebros marcados aquellos que se correspondían con los números que le habían caído en suerte y cuya marcación Había sido realizada a lápiz en un espacio del tronco convenientemente alisado por un diestro tajo de hacha.

  Afortunadamente para tí, el proceso fue rápido. Cual perrito faldero, fuiste persiguiendo a tu padre durante el corto recorrido, oyéndole murmurar, más para sí mismo que para tu información, su conformidad con el lote, hasta que, Por fin, oíste la anhelada frase: "Vámonos ya para casa".

  Entonces te atravesó todo el cuerpo la cálida sensación de verte ya gozando del maravilloso calor del hogar, al que llegaste corriendo, cual liebre perseguida por una jauría de galgos o podencos, a pesar de que casi no sentías los pies.

  Todavía te recuerdas sentado frente a la lumbre intentándote quitar las botas (lo hizo tu madre por ti), poniendo las manos y pies que no sentías cerca de las amorosas llamas que los volverían a la vida, previo paso por aquellos escozores que, desde los siete u ocho años que por entonces tenías, perduran aún diáfanos en tu memoria.