miércoles, 11 de enero de 2012

Bota, porrón y botijo

  Bota, porrón y botijo

 

  En la carta de postres del restaurante barcelonés donde fui a comer este pasado fin de semana, figuraba uno típicamente catalán denominado "postre de músic", que consiste en un plato sembrado de frutos secos (Almendras, Avellanas, piñones, pasas, nueces...) acompañado, a guisa de dulce flauta, por un vasito de vino moscatel. Lo pedí y, para mi satisfacción y grata sorpresa, el moscatel venía servido en un coqueto porroncito que parecía de juguete.

  A medida que éste iba vaciándose en la gratificante labor de riego de los frutos secos con finos y cortos chorritos, mi mirada e imaginación fueron captadas por el liso y transparente cristal, pero no para vislumbrar a través del mismo ni un tantito así de mi futuro, sino para sumergirme por completo en las nítidas imágenes de un lejano pasado en el que cobraban especial protagonismo esos tres recipientes tan útiles y entrañablemente presentes en la vida familiar y del pueblo: bota, porrón y botijo.

  Estos tres recipientes, mitigadores de la sed y estimuladores del ánimo a distancia, tenían sus lugares respectivos en la amplia cocina (pieza fundamental en la vida del hogar) desde los cuales, de mano en mano, viajaban de acá para allá derramando su gracia sin vasos ni copas que ensuciar y, por consiguiente, sin tenerlos que fregar.

  Allí, pues, en la cocina, colgada en la parte posterior de la puerta, vi a esa alegre, erótica e impenitente viajera de piel suave que, escurrida, a medias o en plenitud, siempre invitaba al apretón y la caricia: la bota. Esperaba impaciente que su dueño la cargara al hombro o la introdujera, junto a la amiga fiambrera, en el acogedor refugio de un morral o de unas balanceantes alforjas para ejercer, a tiempo completo y entregando hasta la última gota, de compañera, de "secretaria" de pastores, labradores y arrieros, solidariamente compartida con cualquiera que, en distendida charla, se sintiera inclinado a apretar, acariciar y, por fin, saborear el refrescante y a la vez cálido néctar expelido a presión por ese desenroscado botoncito situado en la cúspide de tan manoseado cuerpo.

  Mientras tanto, en una hornacina cubierta por una cortinita y situada a la derecha del hogar, durante la noche dormía ese delicado y elegante señor: el porrón. Era la antítesis de la bota: hogareño por excelencia, odiaba salir de casa: como mucho (debidamente protegidos sus orificios, sobre todo el de entrada) se aventuraba hasta el poyo ubicado en la parte delantera de la misma. No obstante, también como su prima la bota, desde su sitio favorito (el centro de la mesa) o allá donde se encontrara, se ofrecía generosa y solidariamente a cualquier visitante, pues un trago de vino no se le niega a nadie, ni a tu peor enemigo.

  Con nosotros tenía una buena relación, ya que con él practicábamos desde renacuajos el beber a distancia, apurando a escondidas los restos de vino, o bien con agua. y Con agua, precisamente, solíamos jugar a ver quién era capaz de beber ininterrupidamente y a distancia, claro, mientras recitábamos en voz alta una coplilla de autor desconocido y que decía así:

La Concona, la Mayona, Herreritos y Abejar; Molinitos, Salduerito, Covaleda y Quintanar.

  En el portal, a la  izquierda de la puerta de la cocina, o en esta misma junto a la cantarera, se mostraba ese orondo, rechoncho y simpático recipiente amigo de todos: el botijo. ¡Cuántas veces he tenido que ir a llenarlo a la fuente! Con su boca y pitorro convenientemente tapados para impedir el acceso a su abultado vientre de bichitos nocivos, viajaba lo suyo, aunque no tanto como su prima la bota, y lo hacía exclusivamente en el verano (no precisamente de vacaciones) hasta la sombra de una hacina en las eras y a la de un árbol mientras se segaba. Muchas, muchas veces los chicos, más por pasar el rato que por ganas de beber, cortábamos una caña de trigo, cebada o centeno y a través de ella, introduciéndola por el pitorro o por la boca, absorber la fresca agua. ¡Ah! Alguna que otra vez intentamos cantar la anteriormente citada coplilla bebiendo con el botijo; pero los resultados fueron desastrosos: agua expulsada cual surtidor por la boca y hasta por las narices.

  Ahora, ni en la ciudad ni en el pueblo, ni en la cocina ni en el comedor, ni en ninguna parte de la casa hay ninguno de estos tres recipientes. ¿Por qué? Porque no los quiero como elementos decorativos, porque no deseo verlos envejecer ávidos de caricias y porque no me da la gana de que, chorreándome en soledad, se evaporen sus líquidos antes de llegar a mis labios.

 

 

 
 

martes, 3 de enero de 2012

Vuelos de Conocimiento y Reconocimiento

  Vuelos de Conocimiento y Reconocimiento

 

  ¿Dónde estaban y a qué se dedicaban aquel día los demás de la familia? ¡Sabe Dios! Yo, con mi madre, iniciando otro vuelo más de conocimiento y reconocimiento camino de la poza arriba, pasando por las eras de nuestro barrio, dejando atrás la cruz (a la izquierda el cementerio) hasta llegar a un chozo de pastor medio derruido y situado en lo alto de una pequeña ladera que descendía hasta el cauce o lecho de uno de los arroyos, regatos o torrenteras por los que discurrían hasta el pantano las aguas procedentes del deshielo de las endurecidas nieves invernales de la cercana Cuesta, pero que durante el verano estaban prácticamente secos. ¿Que íbamos a hacer nosotros allí? Simplemente vigilar que ninguna vaca del ganado del pueblo, encerrado más abajo en el alambrado del Ejido , decidiera aventurarse por aquella zona (que yo pisaba por primera vez ) y que libre de tal barrera, le posibilitaba ascender hasta el Reajo y un poco más arriba, a la carretera.

  En tanto que mi madre buscaba el punto más adecuado donde establecer su centro de operaciones, yo regresé hasta el chozo, en el que, por supuesto, entré a pesar de sus insistentes recomendaciones de no hacerlo, porque, dado el estado ruinoso del mismo, existía el riesgo de que se derrumbara y me pillase debajo o que alguna culebra o cualquier otro peligroso bicho escondido dentro no tuviera otra cosa mejor que hacer que causarme algún daño. Pero ni uno solo vi ni el techo se me vino encima.

  Al principio, con cierto temor, miré desde el hueco de la puerta. La luz que se filtraba por entre las numerosas grietas del armazón de palos, cañas y ramas con que estaba construido, permitía ver el interior con bastante claridad.

  "¡Bah!, exclamé; pero si no hay nada".

  Después, por si se me hubiera escapado algún detalle, penetré en aquel redondeado y reducido espacio y deslicé una atenta mirada en derredor. ¡Nada, ni una triste piedra para sentarse! ¡A saber cuándo habría prestado refugio por última vez a alguna persona! Seguramente, años. Al no ver ningún agujero redondo en lo que podría llamarse techo, ni vestigios de piedras a modo de hogar, ni un sólo indicio de haberse encendido fuego, pensé que aquel chozo sin alma se habría construido fundamentalmente para refugio en días de lluvia o tormentas. Pero, ¡por qué estaba dejado de la mano de Dios y del hombre si seguía lloviendo y habiendo tormentas?

  Lo abandoné sin más y me dirigí donde estaba mi madre, a la que hallé sentada en un pintiparado tronco que por allí había encontrado. Sobre una mantita extendida en el suelo estaban diseminados, no precisamente alimentos, sino utensilios de costura, un ovillo de lana, retales y algunas prendas de vestir, extraídas de la cesta o capazo que había acarreado desde casa sin que yo la hubiera interrogado acerca de su contenido. Evidentemente, como tantas y tantas mujeres de aquellos tiempos y aquellos pueblos de España que cobijaban bajo sus alas a varios polluelos en régimen de algo más que parecido a la economía de subsistencia, robaba tiempo al tiempo y multiplicaba esfuerzos y recursos.

  Mientras ella zurcía, cosía, hacía punto, y además vigilaba, yo saltaba de acá para allá cual cabra loca, fijando en mi memoria el nuevo paraje del pueblo y liado a pedradas con pájaros o cualquier bicho que se atravesara en mis cortos vuelos. Porque, efectivamente, no me alejaba demasiado de ella. Y es que, durante los casi nueve años en que fui acumulando imágenes de gentes y paisajes de mi pueblo, era como un pajarito que, acompañado de otros, iguales o mayores, volaba en cualquier dirección, ampliando un poco más cada día ese radio cuyo punto de partida era nuestro nido familiar y cuya circunferencia iba haciéndose más y más grande y mejor conocida. Sin embargo, bastantes lugares quedaron sin registrar, pero no así los rostros de todos y cada uno de los habitantes del pueblo que, por  no ser muchos, cabían holgadamente en mi memoria en vías de desarrollo .

  La última persona que conocí fue el tío Juan El Palomo. La imagen que guardo es la de un señor muy mayor (o al menos eso me pareció) que no recordaba haber visto nunca por el pueblo. Tenía unas largas barbas de chivo que metían miedo y cubría las espaldas con una manta de esas que solían llevar los pastores La tarde que lo divisé desde lejos doblar la esquina y dirigirse decididamente hacia la casa de la tía "Vitorina", que según me desvelaron mis padres poco después, era su mujer.

  ¡Qué esclava vida la del pastor de aquellos tiempos! El tío Juan, como tantos otros pastores, en soledad apacentaba día tras día sus ovejas, las cuales de domingos y días de fiesta nunca han sabido ni entendido; por tanto, al campo cada día y a casa cada noche. ¿Cómo iba yo a conocerlo si no se había cruzado conmigo en ninguno de mis cortos vuelos por el pueblo y sus términos?

  Y termino ya. Aquel día volví solo a casa. En una de esas idas y vueltas, observé cómo mi madre recogía apresuradamente la costura, la guardaba y se dirigía hacia una vaca que, seguida de su ternerito, pretendía cruzar el paso vedado. Me preguntó a gritos si sabía regresar solo a casa. Respondí muy seguro que sí y, entonces, me ordenó:

  -Anda, vete corriendo ahora mismo a casa. Yo llevo la vaca y el ternero al ganado y desde allí me iré también, que ya es tarde.

  No me lo hice repetir. Archivados paraje y camino,, emprendí el regreso al nido.