sábado, 19 de diciembre de 2009

El picú

  "¡Venga, vamos, que ya han puesto el baile¡" -solía oírse por el pueblo todas las tardes-noches de domingos y días festivos, a excepción de los correspondientes a los meses de verano. Y es que en el salón del ayuntamiento esos días, primero el Tino y después el Agustín "el Matraco": ejercían de voluntarios pinchadiscos. El picú (pick-up) y los discos, cuyo número iba incrementándose periódicamente, pertenecían al ayuntamiento, vamos, al pueblo.

  Era éste, el ayuntamiento, un edificio de dos plantas. La primera la constituía en su totalidad, precisamente, un salón rectangular. En uno de los lados largos había un par de ventanas y la puerta. Al pie de tres de sus paredes, se extendían unos poyos de cemento, desde donde, encaramadas a ellos o sentadas -según la cantidad de gente que bailara- las madres vigilaban a sus hijas y veían quién bailaba con quién, cuánto y cómo, y así disponer de un plato más para satisfacer su hambre de chismorreo.

  Debajo de las escaleras que conducían a la planta alta, con la llegada del picú y los discos, se había construido un cuartito a modo de cabina para ellos y el pinchadiscos.

  La iluminación dependía de dos bombillas, situadas en las dos columnas de madera (una redonda y la otra cuadrada) que, frente por frente, se hallaban a pocos metros de los respectivos fondos, y que dejaban, no sé si a propósito, un par de rincones en semipenumbra, aprovechados, cómo no, por parejas que buscaban un poquito de intimidad.

  En esas dos columnas se colgaban también los dos altavoces del picú, cuyo sonido fuerte y claro, sí que llegaba perfectamente hasta el más apartado rincón del salón.

Los más asiduos al baile eran los chicos y chicas de la escuela, los mozos y mozas solteros y solteras de cierta edad, algunos matrimonios a los que les gustaba mucho bailar y alguna madre o padre para echar un vistazo. Mientras tanto, los hombres andaban jugando unos subastaos o guiñotes y departiendo con su cervecita, su chatito de vino o su buen porrón en las dos tabernas o cantinas ubicadas a ambos costados del ayuntamiento y plaza del mismo.

Varias son las fotografías que conservo grabadas en la mente. En una de ellas me veo (siguiendo la recomendación del maestro de echar del baile a toda aquella chica que no quisiera bailar) corriendo detrás de alguna de ellas y, presumiendo de que era mayor pues ya había cumplido siete años. En otra me hallo dando vueltas por el salón observando cómo bailaban algunas parejas, cómo se apretaban y el hombre metía la pierna entre las dos de la mujer; como, sin bailar, otras parejas se iban a los rincones a hablar; también a las que luchaban a brazo partido (él por arrimarse y ella por guardar las distancias), y aquellas otras que, ya establecidas, debían estar enfadadas porque no hablaban y tenían cara de sargento de la Guardia Civil.

Veo al Agustín (como era el que ponía los discos ninguna le negaba una pieza, bailando un pasodoble. Recorría, como si desfilara, de arriba a abajo el salón. Cuando llegaba a la pared, daba la vuelta, y así hasta que acababa la canción. Para él, casi todas las piezas eran un pasodoble, más o menos lento. También veo la foto de algunos que se sentaban en el poyo y oían y veían pasar canciones y mujeres sin decidirse a pedirles un baile, supongo que cansados de negativas o regalos muy ocasionales.

A mí, ya en aquellos años, había chicas que me gustaban más o menos. Con la que prefería bailar era con X tres o cuatro años mayor que yo. ¡Qué gusto me daba cuando, imitando a los mayores, le introducía mi pierna de pantalón corto entre las suyas, suavecitas y calentitas, y además en la zona de media luz. Recuerdo que me pedía que le cantara, entre otras barbaridades y guarrerías que me habían enseñado los mayorcitos, aquello que decía aproximadamente así:

"José se llamaba el padre,

Josefa la mujer;

y a eso de la media noche

los dos querían joder".

Cada vez que escucho canciones de Antonio Machín como Mira que eres linda, Madrecita, Navidad, Dos gardenias; temas de Carlos Gardel como Volver, A media luz, Caminito y otras canciones de la época, se me mete en la mente todo el álbum de fotografías del salón del ayuntamiento con todas las personas dentro.

Allí fue donde -dígamoslo así- cogí lo más parecido a mi primera borrachera. NO recuerdo quién  o quiénes, ni por qué, el caso es que alguien apareció en el salón con un garrafón de vino, que comenzó a repartir gratuitamente entre los asistentes. Yo fui a pedir un vaso..., y me lo dieron (tendría los siete u ocho años). Me lo bebí, aunque no me gustaba el sabor, supongo que por hacerme el mayor, y al poquito rato cascaba por los codos y la vista se me enturbiaba ligeramente. Por casualidad, entró mi padre, que al decirle cual cotorra todo: que había bebido un vaso de vino, que veía un poco mal, que estaba muy contento y qué sé yo cuántas cosas más, me dijo: "Venga, mocoso, vamos para casa". Y eso fue todo. No canté el Asturias, patria querida, supongo que porque no me lo sabía.

 

 

 

 

martes, 24 de noviembre de 2009

Dos cambios de lugar

  Ese exacerbado sentimiento de propiedad, al que ya he aludido en algún otro de mis recuerdos, más una indudable ternura que despertaban en mí algunos animales cuando eran muy pequeños (aunque en ocasiones hubiera tenido que llevar al Arroyo o al Chorlón a ahogar a perritos o gatitos) fue lo que me condujo durante mi infancia a dos robos, sustracciones o cambios de lugar, que no son lo mismo, pero se le parecen mucho.

  Subía yo un día por la calle donde se hallaba la casa de "Los Jaboneros" y el casillo en el que metíamos el carro, cuando vi una gallina llueca rodeada de un montón de pollitos de un amarillo precioso y que parecían de juguete. Supuse que eran (y, en efecto, lo eran) de la tía Luisa, que vivía al otro lado de la calle donde tenía un corralito del que debían haber salido por la pequeña hornilla que había en la puerta del mismo.

  Siguiendo uno de esos típicos impulsos míos, aproveché  una distracción de la madre, y cogí dos. Inmediatamente fui al casillo y los introduje en una lata que allí encontré y que, por suerte, era lo suficientemente alta para impedir que pudieran escaparse.

  Estuve contemplándolos  y acariciándolos durante algunos minutos, mientras ellos no dejaban de piar, hasta que me marché, cerrando la puerta, y pensando en qué podría darles de comer: ¡Ya está¡, migas de pan duro ablandadas con agua. Ya volvería más tarde.

  No tengo ni idea de adónde ni qué hice después; pero cuando llegué a mi casa en busca del pan duro, un poquito de agua y algo en qué ponerlos, mi madre me preguntó:

  -Le has quitado tú dos pollitos a la tía Luisa? Me ha dicho que te ha visto por allí y que, al contarlos, le faltaban dos.

  -Sí, los tengo en el casillo -respondí sin dudar lo más mínimo.

  -Pero ¿y por qué los has cogido? -inquirió mi madre.

  -Porque me gustaban mucho.

  -Anda, vamos a devolvérselos.

  Y eso fue todo.

  Prácticamente la misma situación se produjo con la tía Juliana, sólo que en esta ocasión sustraje (cambié de lugar, vamos) un conejito. Había estado dando vueltas en torno a una conejera, consistente en un cajón rectangular (en no muy buen estado) dividido en varios compartimentos que esta familia solía sacar cada día delante de su casa, y que estaba cubierto por una red de alambre. Primero estudié la forma de extraerlo y, segundo, elegir el momento en que no hubiera nadie por los alrededores.

  Se dieron, por fin, ambas situaciones. Cogí el conejito, sedoso, calentito, y cuidando de no hacerle daño, me lo llevé para mi casa. Se lo enseñé a mis hermanos más pequeños y, a continuación,  lo metí en un canasto y lo dejé en el local donde dormían, también en compartimentos separados, cabras, gallinas y cerdos.

  Cuando llegó a casa mi madre, orgulloso le dije:

  -Mira lo que me he encontrado.

  -¿A quién se lo has quitado? -me preguntó.

  -A la tía Juliana -respondí como si nada raro hubiera hecho.

  -Anda, anda, vamos a devolvérselo. Cualquier día te denuncian y te coge la pareja de la Guardia Civil y te mete en el calabozo que hay en el ayuntamiento.

  ¡Ay! Acabo de llegar a una conclusión: Mi exacerbado sentimiento de propiedad (allá por mis 6 años como mucho) no tenía sentido sin compartirla con los demás. Y es que tener es compartir, sí señor, si no eres un redomado cabrito egoísta.

 

 

 

lunes, 23 de noviembre de 2009

Las golondrinas

  Una pareja de golondrinas, volando rápida y elegantemente en paralelo, penetró en la iglesia mientras el tío Felipe, el sacristán, dirigía el "Via Crucis". Todos seguimos su vuelo, espectantes y, a buen seguro pensando en lo que siempre habíamos escuchado, que las golondrinas eran aves sagradas porque habían arrancado las espinas de la corona que los judíos colocaran en la cabeza, como burla, a Nuestro Señor Jesucristo. Por tanto, debíamos respetarlas, así como sus nidos.

  No tengo ni la más remota idea en qué se basa ni de dónde surgió esta leyenda; lo que sí sé es que es un pájaro beneficioso por su eficiente limpia de insectos, los cuales forman parte de su alimentación, y quizá por eso se nos indujera a respetarlas. Sin embargo, nada más lejos de la realidad: estaban en el punto de mira de los tiragomas de los niños, entre ellos, yo mismo.

  Durante las tres vueltas que dieron a la iglesia, nadie dijo ni hizo nada. Acabada la tercera, abandonaron la misma por donde habían entrado: por la puerta.

  Aquella Semana Santa la recuerdo especialmente por tres diferentes motivos:

  1. El Domingo de Ramos fue un día espléndido de sol. Prácticamente todo el pueblo acudió a la misa a recoger sus ramos bendecidos y que, posteriormente, lucirían en balcones o ventanas de las casas. Se me quedó grabado, quizá por lo bien que se adecuaba el día, con su luminosidad y colorido, a la gloriosa entrada de Jesús en Jerusalén y que en él se conmemora.

  2. El Jueves Santo doce chicos de la escuela, yo entre ellos, hicimos de apóstoles. Nos vistieron con unas preciosas túnicas (ignoro de dónde salieron porque no las volví a ver más) y nos fuimos a la iglesia en la que don Daniel, el cura, imitando a Jesús nos lavó los pies. Bueno, uno sólo a cada uno de los doce apostolitos. Por cierto que todos nos los habíamos lavado y requetelavado anteriormente. Recuerdo que don Eugenio, el maestro, me dijo que yo haría de San Andrés. Supongo que mi hermano (no me acuerdo) sería San Pedro, digo yo. Lástima no haber tenido a mano una cámara fotográfica; pero, claro, en aquella época tan sólo había una en el pueblo, la de la Antonia, que la tendría bien guardadita.

  3. Finalizada aquella Semana Santa, pasaba yo por detrás de la casa de don Luis con mi inseparable tiragomas colgado al cuello, cuando vi que, posadas tranquilamente en los cables de la corriente eléctrica situados justo por debajo del alero del tejado, unas cuantas golondrinas ofrecían un verdadero concierto de canto a capella, que no me gusta en absoluto, dicho sea de paso (el canto de las golondrinas, claro).

  Muchas veces había ejercitado yo mi puntería tirando a los nidos, laboriosa y maravillosamente construidos. Como los hacían en los aleros, aprovechaba, como otros niños, el momento en que no hubiera nadie en la casa, para apedrearlos. Alguna vez rompimos el cristal de alguna ventana. Entonces ¡patas pa qué os quiero!

  En esa ocasión (por primera y última vez) acerté de pleno. Me saqué del cuello el tiragomas, puse una buena china (siempre llevaba alguna en el bolsillo) y sin apuntar a ninguna en concreto, estiré las gomas y... ¡pumba! Le aticé a una de ellas que cayó al suelo revoloteando, mientras las otras salían de estampida. La cogí y arreando para casa. Le pasé la golondrina a mi hermana y fui a toda prisa a buscar una jaula (mi maldita costumbre de ejercer de carcelero y alimentar mi exacerbado sentimiento de propiedad). Menos mal (para la golondrina, claro) que al introducirla en la jaula, mi hermana no sé qué hizo, pero el caso es que el pájaro voló, voló y voló.

  En la actualidad me fastidia mucho ver a cualquier pájaro en una jaula. ¡Viva la libertad pajaril, y humana también!

 

 

 

 

sábado, 21 de noviembre de 2009

Educación sexual

  Así, a distancia de muchos años, pienso que X se levantaría aquella mañana "alta", como se decía de las vacas y las perras cuando buscaban anhelantes su momentáneo toro o perro azul o de cualquier otro color. X era una chica de unos 15 o 16 años (digo yo, porque no la recuerdo yendo a la escuela) bien formada y de unos grandes ojos negros.

  Estaba yo, cómo no, en las eras, trillando con mis padres y mi hermano mayor, cuando apareció X. Les pidió a mis padres que si yo podía acompañarla y ayudarle a recoger y transportar leña del Ejido"del lejío" decíamos todos. Como las necesidades de la trilla estaban cubiertas en aquellos momentos, mis padres no pusieron ningún impedimento.

  Nos pusimos en marcha, sin que recuerde en lo más mínimo lo que hablamos durante el camino, no muy largo, pues "El Ejido" se encontraba y se encuentra a poca distancia de las eras.

  Tendría yo en aquel entonces 6 o 7 años, y sabía lo que tenían las mujeres de diferencia con respecto a los hombres en cuanto al sexo de cintura para abajo, por las conversaciones con los chicos mayores (con los que me encantaba ir), por lo que veía continuamente hacer a los perros con las perras, los toros con las vacas, los gatos con las gatas...,  y porque muchas veces me tumbaba allá donde se ponían a cascar a sus anchas las mujeres y yo miraba disimuladamente para arriba. Y como siempre había alguna que no llevaba bragas, les veía hasta el consistorio bendito, o sus peludas "castañas" que diría mi padre. También, claro, porque había visto a niñas hacer sus necesidades. Vamos, lo que se dice educación sexual primitiva, natural y de campo. Incluso, la primera vez que oí hablar de hacerse una paja, pensé que se trataba de introducirse, eso, una paja por el agujero de la pilila. Menos mal que no se me ocurrió experimentarlo.

  Estoy convencido de que si "la primavera la sangre altera", el verano, con el embriagador olor de la hierva seca, el de las mieses en las eras, la paja en el pajar, el grano en el granero y el achicharrante calor es un remolino, un vendaval, una riada de pasiones que hace circular a borbotones la sangre por las venas.

  Llegamos, por fin, al Ejido que estaba cercado por un alambrado, ya que se llevaban allá las vacas del pueblo en diferentes épocas del año. Era un terreno prácticamente plano plagadito de robles. Nos metimos en lo más frondoso; puso una cuerda bien estirada, y comenzamos a buscar ramas secas por el suelo. Cuando tuvimos bastantes, hizo con ellas un haz. Después extendió otra y repetimos la operación. Esta vez el haz era más pequeño, pues lo habría de transportar yo.

  De repente, se volvió hacia mí y me preguntó, así por las buenas:

  -¿Quieres joder?

  -Bueno -dije yo sin saber muy bien qué debía hacer.

  Entonces me pidió que me tumbara en el suelo y que me bajara los pantalones y calzoncillos. Así lo hice. Recuerdo que mi pilila andaba de capa caída. Revivió cuando X me dio unos cuantos masajes. Fue en ese momento en el que la chica se me mostró a cielo abierto de cintura para abajo: tenía pelo, como las mujeres a las que les había visto el chocho. Se tumbó encima de mí, se restregó unas cuantas veces y se levantó. Juro que no experimenté ningún placer. ¿Y ella? No se lo pregunté ni nada me dijo; tan sólo me pidió:

  -No se lo digas a nadie, ¿eh?

  -De acuerdo -le repliqué.

  Y fijaos si soy de fiar que he cumplido mi palabra hasta hoy.

 

 

 

 

miércoles, 18 de noviembre de 2009

La yunta desertora

  ¡Vaya dos meses los de julio y agosto! ¡Cuántos trabajos siempre pendientes del cielo! En ellos nunca sobraban brazos ni animales de tiro. Primero segar a mano (en mi infancia prácticamente nadie utilizaba máquinas en el pueblo), después recoger las gavillas y formar con ellas fajos atados con vencejos y empleando para ello de manera habilidosísima el garrotillo, amontonarlos, acarrearlos a las eras (había dos), extender la parva, trillar, recoger lo trillado en un montón, aventar para separar el grano de la paja, cribar, meter la paja y el grano en casa y... respirar tranquilos y satisfechos si el tiempo se había portado bien y la cosecha también.

  Estoy viendo ahora mismo el pueblo casi vacío, sólo quedan en él las mujeres para dejar medio lista la comida, niños muy pequeños y enfermos, odos los demás están en las eras. En ellas, cada vecino tiene su sitio claramente definido como si fuera de su propiedad. Allí se alzan las imponentes hacinas de diferentes cereales y extendida la parva para ser trillada.

  Veo 'en este instante las dos yuntas de vacas y a la Chata, la yegua prestas a comenzar a girar en ella arrastrando sus correspondientes trillos. Mi padre monta en el de la Chata, mi hermano mayor en el de una de las yuntas y yo, sentado, porque soy muy pequeño y me resulta difícil mantenerme de pie en él mientras da vueltas, en el otro. Llevo en mi mano la aguijada y animo a las vacas  para que sepan que va alguien con ellas. Sólo me pongo de pie cuando la yunta se detiene porque una de ellas va a comenzar a hacer sus necesidades y yo debo recogerlas en un caldero antes de que caigan a la parva. Es curioso observar el contraste entre el paso cansino de las vacas y la continua carrera de la yegua. ¡Cómo me gustaría ir en ese trillo! Se lo digo a mi padre, que me contesta: "Cuando venga la madre".

  Cuando llega ella, antes de sacar de la parva mi padre a la Chata, le pide a mi madre que me coja el trillo y subo con él. ¡Casi le rompo los pantalones de lo fuerte que me agarro! Después, vuelvo a mi trillo y ellos cogen los dos las horcas para dar vuelta a la parva, mientras nosotros seguimos en el trillo girando y girando, y avisándoles cuando vamos a pasar para que se aparten. Así todo el día, aunque, de vez en cuando, nos sustituyen para que descansemos.

  A mediodía descanso y comida para personas y animales. Por la tarde, seguir dando vueltas hasta desmenuzar suficientemente cañas y espigas y, una vez amontonadas, barrer la era y dejarla preparada para el día siguiente.

  Pero en ese primer día de trilla, una de las vacas de la yunta, se conoce que se hartó de girar y girar, y optó por tumbarse. No tuve más remedio que echar mano de la aguijada. Al sentir el pinchazo, se levantó inmediatamente y siguió su tarea. No obstante, pude comprobar que no estaba muy conforme con ella, pues al cabo de un rato, no sé si convenció a la otra vaca, el asunto es que como si se hubieran puesto de acuerdo, abandonaron corriendo la parva arrastrando el trillo y a mí en él. Yo, incapaz de ponerme de pie les gritaba entrecortadamente a causa de los saltitos que daba el trillo: "¡So-o-o-o-o-o¡, ¡so-o-o-o-o-o¡" Pero, ni caso. Mi padre había salido disparado de tras de nosotros.; sin embargo, como la cosa se daba con cierta frecuencia, un vecino ( no hay manera de recordar quién fue) interceptó a la yunta desertora.

  Me bajé del trillo,. Mi padre por delante y yo arreándola por detrás, la reintegramos a la parva sin ninguna penalización.

  ¿Qué vacas componían la yunta? No logro acordarme si era la Chaparra de jovencita con la Mohína... Las disculpo sinceramente, y Es que aquello era un tormento , de verdad. Supongo que, cuando acabada su fatigosa jornada laboral todos los del pueblo las llevábamos a Cañalospozos a ramonear un poco y refrescarse en las aguas del pantano de La cuerda del Pozo, se contarían las aventuras del día y se destetarían de risa.

 

 

 

 

lunes, 16 de noviembre de 2009

Trabajador por cuenta ajena

  Desde los 6 y hasta casi los 9 años, fui, esporádicamente, trabajador por cuenta ajena a cambio de la comida y algunas pesetas (nunca supe cuántas).

  Aparte de vaquero, tal como ya se me coló por esta hornilla de recuerdos, hice de recolector de patatas para P. La pieza estaba a las afueras del pueblo. Primero, con el arado tirado por una yunta de vacas, se abrieron los surcos; después, fuimos llenando P y yo cestos que vaciábamos en sacos hasta llenarlos, cerrarlos y cargarlos en el carro. Y por fin, a su casa a descargarlos.

  Dos recuerdos aparecen nítidamente en mi memoria: uno es que P, para estimularme, decía: "Si llenas el cesto antes que yo, te invito el domingo a lo que quieras en la cantina". Yo me ponía a coger patatas como loco; pero, lógicamente, nunca ganaba. El otro es que cuando pasó por allí alguien de mi familia, lo saludé con profesionalidad, vamos, como si fuera uno más del pueblo.

  También fui a coger patatas con J, que sería, en definitiva, para quien más trabajé. Por ejemplo, más de una vez a cargar y acarrear la hierva. Me acuerdo, concretamente, en una ocasión en un pueblo vecino, donde una señora manca me asombró porque con qué agilidad y fuerza le ayudó a cargarlo, mientras mi tarea consistió en ese momento en ponerme delante de las vacas e impedir que se movieran.

  Asimismo, me tocó ayudarle a acarrear los haces a la era y a trillar (que por cierto, cuando me cogía el trillo, porque yo se lo pedía o él as'í lo decidía) solía escaquearme todo lo que podía y más.Qué risas me eché cuando, por un descuido mío, no le avisé al pasar con la yunta por donde él estaba dando vuelta a la parva, y una de las vacas se le llevó en su cuerno izquierdo y colgando de él, la gorra. Sólo faltó que se hubieran echado a reír también las vacas. Supongo que lo harían todas aquella tarde-noche en Cañalospozos.

  Otro día me cayó en suerte ir con él andando al pueblo vecino, distante seis kilómetros, para llevar a vender una vaca y su ternerillo. Regresamos en tren. Me dijo: "Cuando pase el revisor, dile, si te pregunta, que tienes seis años". Eso era, claro, para ahorrarse mi billete.

  Trabajé un año para A y B, dos hermanos. Y como no podía ser de otra manera, como peón de trilla. Un par de acontecimientos se me quedaron grabados: El primero es que ya estaba hasta las narices de dar vueltas a la parva cuando se me ocurrió la brillante idea de decirle al más inocente de los dos hermanos: "Anda, cógeme el trillo que tengo que ir a hacer de cuerpo" (también se decía a hacer de vientre o a tirar los pantalones, y en la escuela a hacer una necesidad). Aquella faena duró mucho rato, incluso me llamaron a voces, a las que, por supuesto, no contesté hasta que no me salió de ahí: era una especie de pequeña huelga. El segundo tuvo lugar cuando en uno de los breves descansos que me permitían, agarré una de las carretillas que tenían (de fabricación casera con ruedas muy anchas de madera y un tanto irregulares) y me fui con ella hasta el borde de un barranco que por allí había. En una de las maniobras, la pesada carretilla se me fue adentro. Conseguí, con Dios y ayuda, llevarla hasta el escalón de medio metro, más o menos, que conducía a la salida, y que era terreno inclinado de hierva seca y resbaladiza. Con mis menguadas fuerzas, intenté alzar la rueda hasta dicho terreno. Cuando lo conseguí, corrí hasta los mangos de la carretilla; pero en ese mínimo espacio de tiempo, la rueda resbaló, y... otra vez adentro. Así estuve, ¡yo qué sé cuánto tiempo! Lloré de impotencia. Por fin, apareció A que me andaba buscando. ¡Con qué facilidad la sacó! Era tan buena persona, que ni me riñó.

  Por último (y digo bien) porque fue mi último trabajo por cuenta ajena durante mi infancia, fue, no podía ser otro, trillar un día para M. Debía ser uno de los que más tierras tenía, ya que era el último en acabar de trillar.

  En aquella época, la solidaridad entre la gente del pueblo era el pan de cada día. Si amenazaba lluvia y algunos ya habían acabado de trillar aquella jornada, por ejemplo, metían sus trillos con las yuntas respectivas para que no les pillara a los rezagados. Por eso de la colaboración desinteresada, a M le habían prestado yuntas y trillos gente del pueblo para que terminara lo antes posible. Hablaron con mis padres para que condujera yo una de las yuntas. Cuando me lo dijo mi madre, torcí el morro, pues era consciente de que me esperaba un día duro: no me cogerían el trillo ni por recomendación del Espíritu Santo. Yo no formaba parte de la solidaridad, era un trabajador por cuenta ajena.

 

 

 

 

martes, 3 de noviembre de 2009

Estrella

  Retomo el tema de los animales. En esta oportunidad le toca el turno a una perra, prestada, pero que acabó siendo nuestra y que se llamaba Estrella. La trajo a casa un primo de la capital que gustándole mucho la caza y no disponiendo de espacio adecuado en el piso de sus padres, pidió a los míos si podían cuidársela en el pueblo hasta que fuera el tiempo de la caza.

  Como es lógico, mis padres dijeron que sí, pues nos sobraba sitio por doquier: los perros dormían sueltos en la calle; y en cuanto a la comida, con las sobras y lo que pudiera pispar por ahí, se mantendría sin problemas.

  Era marrón con pintas blancas y una estrella en la frente. ¿La raza? ¡Sabe Dios! La tratábamos bien y correspondía con obediencia, fidelidad y afecto sincero.

  En más de una ocasión, solo o en compañía de alguno de mis hermanos, me tocó ir al Arroyo o al Chorlón a ahogar las crías que había tenido, a no ser que alguien del pueblo quisiera una. Aprovechábamos el momento en que no estaba con sus hijitos para quitárselos, pues era muy peligroso hacerlo en presencia de ella. Se solía dejar alguno durante un período más largo porque según afirmaban los entendidos era mejor para la madre por algo de la leche. Estábamos tan acostumbrados a tales hechos, que nos parecían normales y no experimentábamos ningún sentimiento especial. Sin embargo, lo que si me impresionó y con lo que se ganó nuestro cariño para siempre fue lo siguiente:

  Mi primo nos la había traído muy jovencita. Al cabo de unos meses, vino a buscarla para que se fuera acostumbrando a él ya que se acercaba el momento de la caza. La verdad, nos dio pena a pesar de que éramos conscientes de que un día u otro vendría a llevársela. Le puso un bozal, con gran disgusto por parte de ella, le enganchó una correa al collar y para el tren.

  Llegó a su casa -nos explicaría días después- a eso de las cuatro de la tarde. Le quitó bozal y correa, y la dejó libre por casa. En un descuido, al abrir la puerta, la perra cogió pistas y desapareció.

  Al día siguiente me despertaron los alegres ladridos de la Estrella. ¿Cómo se las apañó para regresar al pueblo a lo largo de 24 kilómetros campo a través habiéndolos hecho de ida en el tren?

  Se han contado por todo el mundo diferentes muestras de fidelidad increíble por parte de estos animales y de distintas razas. Yo no recuerdo la de la Estrella, pero sí esta muestra de fidelidad que contribuyó decisivamente para quedarse donde mejor estaba: en nuestro pueblo y nuestra casa.

 

 

 

 

lunes, 2 de noviembre de 2009

Las malditas anginas

  Hasta que don Leopoldo, el médico, no atinó con la solución del problema, pasé muy malos ratos con los dolores y supuraciones de un oído. Bendito el día en que dijo que operándome de las anginas (muchísimo más tarde supe que eso se denominaba amigdalectomía), seguro que desaparecerían ambas mortificantes anomalías.

  Recuerdo el día en que me llevó mi madre a la capital, supongo que para una revisión, análisis, determinar día y hora de la operación y alguna que otra cosa más. Sin embargo, lo que de aquel día se me quedó grabado fue la promesa de mi madre de que si me portaba bien me compraría una bicicleta, precisamente una que vi en una tienda y que me gustó muchísimo a primera vista.

  Llegó el día D y la hora H. Habíamos viajado mi madre y yo aquella mañana desde el pueblo a la capital en "La Exclusiva", yo muerto de hambre, pues le habían dicho que debía ir en ayunas. No obstante, iba contento, ya que la promesa de la bicicleta, con la que ya soñaba, hacía que me olvidara de lo que se avecinaba, y además, tendría que pasar un par de días en casa de mis tíos y con mis primos, que por ser mucho mayores que yo, con toda certeza me mimarían y por tanto lo pasaría de miedo.

  Nos dirigimos hacia el mismo edificio en el que había estado la vez anterior, entramos en él, subimos a una planta diferente y accedimos a una sala en la que había  algún que otro niño o niña con sus respectivos padres. Yo, que no podía estarme quieto, andaba dando vueltas por ella cuando, de repente, se abrió una puerta, salió una enfermera con su inmaculada bata blanca, me cogió de la mano y dijo: "Ahora te toca a ti, majo". Miramos ambos hacia mi madre, que asintió con la cabeza, y me introdujo en la sala de la que acababa de salir y en la que vi a dos hombres también con sus batas blancas.

  Supongo que me hicieron unas cuantas preguntas, que me dijeron que no me iban a hacer daño y cosas por el estilo, porque no me acuerdo de eso, pero sí de lo que me pidió dulcemente la enfermera: "Pon los brazos así, extendidos a lo largo del cuerpo". Luego me lo rodeó desde el cuello hasta los pies con una sábana, me condujo hasta una silla donde se había sentado uno de los dos hombres, el cual me puso sobre él, abrazándome. El otro se acercó y me ordenó: "Abre la boca lo más que puedas". Le obedecí y entonces le vi introducirme en ella lo que a mí me pareció un pequeñito azadón: cosas de niño de campo. Casi al instante empecé a sangrar a base de bien.

  No recuerdo para nada lo que duró aquello. Me veo ahora mismo, saliendo de allí e intentando explicarle a mi madre lo que me habían hecho, pero sin poder articular palabra. Con ella y la enfermera, entramos en otra dependencia donde me pusieron una inyección y, un tiempo después (no sé cuánto) nos fuimos hacia la casa de mis tíos.

  ¡Vaya dos días que pasé! Sólo podía ingerir líquidos. Durante el primero lo vomitaba todo; no había manera de retener nada. Por fin, al segundo superé el problema; sin embargo, nunca, nunca he sentido tanta envidia al ver comer a los demás sin poderlo hacer yo. ¡Cómo se me iban los ojos tras el pan, carne, fruta...! pero estaba totalmente prohibido.

  Al tercer día volvimos al pueblo, y al cuarto, muy temprano, ya me había levantado. Mi madre me dijo que iba a llevar las cabras al ganado público y que la esperara, pero sin comer pan ni nada que se le pareciera. Cuando volvió, me encontró con una rebanada de pan, comiéndomela tranquilamente y tragando con mucho cuidado. No pasó nada, absolutamente nada. ¿Y de la bicicleta? Todavía la estoy esperando.

 

 

 

 

domingo, 1 de noviembre de 2009

La lupa

  Don Eugenio, el maestro, no veía ni oía bien. Quizá por eso, solía hacernos pruebas caseras para determinar, generalmente, nuestra agudeza visual, utilizando, a veces, su inseparable lupa. Por ejemplo: Nos llamaba uno por uno a su mesa, cogía un libro abierto con una mano y con la otra la citada lupa. Pasaba ésta rápidamente por una de las dos páginas y nos preguntaba: "¿Qué palabra o palabras has podido leer¿" -y agregaba: "pero que no sean de una sola sílaba".

  Nosotros, dada la rapidez con la que desplazaba el dichoso instrumento, salíamos del paso como podíamos. Pero un buen día, decidió hacernos una demostración de otro tipo a los alumnos más pequeños de la escuela que, por cierto, no éramos muchos.

  Colocó su silla de enea cerca de la ventana que daba al estrado y nos fue llamando uno por uno. Con una de sus manos cogía por la muñeca una de las nuestras; con la otra tomaba la lupa, buscaba el ángulo adecuado para captar los rayos del sol y enfocaba la lente hacia el dorso de nuestra mano. El maestro nos advertía de que cuando sintiéramos como un picotazo que la retiráramos.

  Todos observábamos cómo una especie de círculo que aparecía en la lupa iba progresivamente reduciéndose hasta verse un solo punto. En ese momento sentíamos el picotazo y apartábamos la mano de un tirón; incluso había alguno que lo hacía antes de experimentarlo.

  Pero, por fin, le tocó el turno a X, aquel al que yo le pinchara con la pluma en el cuello. Don Eugenio le hizo la misma advertencia que a los demás; pero vaya usted a saber por qué, el caso es que el chico no tiró de la mano. Extrañado el maestro se volvió hacia él y vio que estaba llorando. En el dorso de la mano se veían unas ampollas. Le soltó la muñeca, y entonces, X salió corriendo de la escuela.

  Al cabo de unos minutos, apareció de nuevo con su abuela de la mano. ésta venía a pedirle explicaciones al maestro. A don Eugenio no se le ocurrió mejor idea que demostrarle a la señora lo sucedido realizando con ella el mismo experimento.

  La espectación entre todos los alumnos era increíble: no se oía ni una mosca.

  Era curioso ver a la tía R de pie al lado del maestro, sentado en su silla, con la muñeca de ésta sujeta por su mano izquierda, mientras con la otra empuñaba el arma secreta. El grito de la tía R resonó por toda la escuela. No pudimos aguantar la carcajada.

  Aunque todavía faltaba bastante tiempo para salir, la tía R se llevó a su nieto. Los demás a comentar y reír por lo bajito.

 

 

 

lunes, 26 de octubre de 2009

Tres golpes

  Yo, al igual que tantos otros, llevo en el cuerpo señales, marcas, cicatrices de golpes que se produjeron durante mi infancia o adolescencia. También, como tantos otros, llevo en mi memoria algunos golpes de los cuales, al menos a simple vista, no quedó muestra, pero sí se grabaron en el rincón de los recuerdos.
  Tan sólo tres son los que aquí explicaré porque reflejan otros tantos aspectos de comportamiento: imprudencia, temeridad y comodidad.
 
  Primer golpe
 
  En el pueblo, cada año tenía lugar lo que en general, se denominaba "la corta". Era todo un proceso que se iniciaba con la minuciosa selección de árboles, y seguía con la marcación de los mismos, distribución en lotes lo más igualados posible (tantos como vecinos había, incluyendo a la maestra y su respectiva escuela, el maestro con la suya, el señor cura, el médico, el secretario del Ayuntamiento y la Guardia Civil. Los lotes, posteriormente, se sorteaban entre todos ("la suerte de la leña"), y que el municipio facilitaba a sus vecinos para alimentar el fuego de cada uno de los hogares durante los largos y gélidos inviernos, y para cocinar todo el año, como es lógico.
  Por fin, llegaba "la corta" propiamente dicha y que consistía en eso: cortar cada vecino, por su cuenta, el lote que le había caído en suerte y que después había de acarrear hasta las proximidades de su domicilio. Allí se "picaba" la leña menuda, se serraban los troncos, se convertían éstos en rajas y, a continuación, se ponía todo a buen recaudo, o sea, bajo techo.
  Pues bien, en uno de esos momentos, se produjo el primer golpe. Estaba un chaval (unos cinco años mayor que yo) con una maza introduciendo una cuña en uno de los troncos cuando, imprudente de mí, me situé justito detrás de él en el instante en que alzaba la maza hasta prácticamente su espalda para tomar más impulso. El golpe que recibí en plena nariz fue como para dejarme chato para toda la vida. Comencé a sangrar cual cerdo en la "matanza", a llorar y correr hacia casa, donde mi madre hizo todo lo necesario para cortar la hemorragia. Y al contarle lo sucedido, no echó la culpa al chaval, no, sino a mí por tonto e imprudente.
 
  Segundo golpe
 
  No recuerdo de quién era el carro que estaba aparcado delante de la cochera de "El arco" (así denominada una casa del pueblo por tener el acceso previo a la puerta de la misma, en forma de arco. El carro, de eso sí me acuerdo, tenía su tentemozo en pie y el "ubio" preparado para uncir las vacas, que probablemente estarían herrándolas en el potro del Félix, que se hallaba muy cerquita de allí.
  Andábamos unos cuantos chicos subiendo y bajando del carro, hasta que auno, todo un saltimbanqui, le dio por hacer una sorprendente muestra de su habilidad, cogiéndose con cada una de las manos de sendas estacas del mismo y dar hacia atrás una espléndida voltereta que le dejó en su postura inicial.
  Yo, no faltaba más, cómo iba a ser menos con lo valiente que era. Sin encomendarme ni a Dios ni al diablo, desafiando las más simples reglas de la lógica, me puse de pie, agarré cada una de las dos estacas con la correspondiente mano y... ¡vaya morrada me pegué! ¡A sangrar como para hacer morcillas! No se me ocurrió pensar que al dar la voltereta no podía girar las manos. Una cosa es ser valiente y otra muy distinta, temerario.
 
  Tercer golpe
 
  No tengo ni la más remota idea de cuántos años vino al pueblo "el señor del espliego" ni durante cuántos días se quedaba en él. Sin embargo, mi pituitaria sí que se quedó para los restos con el recuerdo diáfano de un invasivo olor a espliego que lo impregnaba todo. Parece que estoy viendo al señor en "La fuente vieja" metiendo leña por aquella especie de túnel para calentar el espliego que llenaba una caldera en cuyo fondo había un filtro que la separaba de una inferior con agua y a la que iba a parar la esencia de tan olorosa planta.
  Para las gentes del pueblo estos años fueron estupendos, puesto que les permitió ganarse unas buenas perras, tan necesarias en aquellos tiempos al venderle al señor el espliego que iban a segar a "La cuesta".
  Fue, precisamente, al descender de allá con el carro bastante lleno de sacos de espliego, cuando me empeñé en querer ir subido en él, tumbadito encima de los sacos. De pronto, el carro volcó, saliendo yo despedido dándome en la cabeza un buen golpe contra una piedra y, por tanto, haciéndome una "piquera", afortunadamente pequeña y superficial, pero que sangraba demasiado para la poca importancia que tenía. Mientras mi madre se encargaba de mí, mi padre, rápidamente, fue a desuncir a las vacas, pues es de ver cómo, al volcar el carro, éstas se abren girando el cuello :asta lo inverosímil.
  Mi madre me lavó la herida con un poco de agua; verificó que no era ni profunda ni grande, me dio un pañuelo para que lo mantuviera apretado contra la herida y, como no había perdido el conocimiento ni por asomo, me mandó tranquilamente para casa. Por cierto, me quedé tan sorprendido, que cuando quise arrancar a llorar, ya se me había pasado el susto.
  Mientras me alejaba, mis padres, con la ayuda de otras personas del pueblo que por allí andaban en los mismos menesteres, se dedicaban a descargar el carro, ponerlo en pie..., yo seguí, algo incómodo, mi camino hasta casa para contarles a mis hermanos mi gran aventura.
 
 
 
 
 

sábado, 24 de octubre de 2009

Obediencia o miedo

  -¿Te vienes a segar conmigo¿" -me preguntó mi padre una mañana temprano que ya andaba yo zascandileando a esas horas por casa.

  -¿Adónde? -pregunté a mi vez.

  -A la "pieza" de "Los tres robles". Está muy cerca, un poco más arriba de la carretera-contestó.

  -sí. Espera que voy a buscar la visera, la hoz, la zoqueta y el dedil.

  Y como un cohete salí a buscar las herramientas adecuadas a mi tamaño, que las había, porque todos ayudábamos a las tareas de la cosecha en la medida de nuestras posibilidades. Asimismo, cogimos el botijo de agua y la bota de vino. El almuerzo nos lo traería mi madre, que se quedaría a segar también, mientras mi hermana cuidaba a los más pequeños. Lo que no logro recordar es dónde estaba aquel día mi hermano mayor.

  Llegamos allí, colocamos a la sombra del más frondoso de los árboles bota y botijo (bien tapados en este último boca y pitorro para evitar la posible entrada de bichitos), nos calzamos zoqueta y dedil, y... ¡al tajo!

  A media mañana apareció mi madre con el almuerzo que devoré como si hubiera trabajado por dos.

  Tanto mi padre como mi madre, a pesar del achicharrante sol, hacían pocas interrupciones en la tarea para echar unos tragos, bien de vino o de agua; pero yo, más por escurrir el bulto que por sed, solía ir a la sombra del roble y me entretenía un rato en beber un traguito sin ganas (por aquello de tranquilizar la conciencia, oír cantar a los pajarillos, ver quien estaba segando en las proximidades, mirar los pocos vehículos que pasaban por la cercana carretera y hacer algún "gallo" con alguna de las cañas del cereal que se estaba segando, en aquel caso, trigo.

  En una de estas escapadas, a paso de tortuga y silencioso, me dirigí hacia los consabidos robles atravesando todo el terreno ya segado. De repente, al mirar para el suelo, vi acurrucada en su nido y, por tanto, empollando los huevos, a cosa de un palmo de mis pies una codorniz con su color pardo y rayas más oscuras de camuflaje. Qué raro que ni mi padre, ni mi madre, ni  yo mismo, no hubiéramos visto el nido al segar allí. Me quedé completamente quieto, fija la mirada en la codorniz, que seguía acurrucada. ¡Dios mío, qué dudas pasaron por mi mente en un segundo! Inconscientemente llevé mi mano a la visera.

  Me hubiera sido muy fácil atraparla echándole encima la visera, pero, en ese momento, me vino a la memoria lo que mi padre me había dicho varias veces, que a partir del 15 de agosto se podían cazar las codornices, puesto que se levantaba la veda. Hasta entonces estaba prohibido, y que si te cogía la pareja de la Guardia Civil con una, te ponían una multa, ya que había que dejarlas criar.

  Ignoro si fue por obedecer a mi padre, por miedo a la Guardia Civil o por qué, el caso es que, un tanto desilusionado, reanudé mi camino. En ese instante, salió volando la codorniz.

  Desapareció esa pequeña desilusión Cuando, al explicárselo a mi padre, éste alabó sinceramente mi comportamiento. Y la codorniz, seguro que también, como sus polluelos cuando les contara lo acontecido aquella mañana, aunque cayeran, a partir del 15 de agosto, ante las escopetas de los terribles cazadores.

 

 

 
 

jueves, 22 de octubre de 2009

Un par de zurras, y ya está

  Alguien puede asegurar cuál es el acontecimiento más antiguo de su vida que recuerda? Yo, desde luego, no. Por más que miro hacia atrás estirando al máximo el cuello de mi memoria, me es imposible ajustar con certeza absoluta tiempo y acontecimiento. Sin embargo, puedo afirmar que uno de los más viejos es el que tuvo lugar en el lavadero público del pueblo. Supongo que habría ido allá con mi madre, aunque no lo recuerdo. Lo que sí recuerdo es que ella no estaba en el momento del suceso.

  El lavadero se hallaba ubicado entre "el pilar", el abrevadero) y la ermita de San Roque. Era un edificio rectangular con el tejado a dos aguas, totalmente cerrado, excepto la fachada, cuya pared lo estaba hasta la mitad y, justo en el medio, el vano de la puerta. En su interior, dos grandes pilas intercomunicadas una para lavar y la otra para aclarar) con su borde inclinado para favorecer la tarea y la colocación de la tabla de lavar. Como es lógico, el permanente chorro del caño del agua caía en la pila de aclarar; luego ésta iba pasando a la otra, donde se hallaba el desagüe. Cada cierto tiempo, el alguacil se encargaba de mantenerlo limpio y en perfecto estado.  Delante del lavadero había una pequeña explanada de hierba en la que las mujeres solían extender sobre todo las sábanas, que siempre las recuerdo de una blancura inmaculada.

  Allí, pues, fue donde, mientras la madre de X, una niña de mi edad (tendríamos tres o cuatro años más o menos) andábamos jugando a diferentes cosas, hasta que se nos ocurrió hacerlo a los médicos. Como no había a tiro ningún niño o niña más pequeños para interpretar el papel de enfermo y nosotros de médico y enfermera, decidimos que ella era la enferma y yo el médico.

  Si no era verano, poco le faltaba, pues me acuerdo perfectamente de que el día era caluroso y muy soleado. Por eso, en una de las orillas del camino de San Roque y a la sombra de unas vergazas, X estaba tumbada quejándose mucho, ya que se encontraba muy enfermita. Yo, entonces, le levantaba su faldita y le bajaba las braguitas para mejor ir presionando con la mano aquí y allá, mientras le preguntaba: "¿Te duele aquí? ¿Y aquí? ¿Y aquí¿"

  Tan entusiasmados estábamos, cada cual en su papel, que no advertimos que M había salido a tender ropa y nos vio en tales menesteres. Se vino hacia nosotros rápidamente, nos agarró a cada uno con una mano, nos puso en pie, nos atizó un par de buenas zurras (no sé qué nos dijo) y volvió a sus quehaceres. Yo, rojo de vergüenza, arreé para mi casa, con la imagen del culo de X también rojo a causa de las dos zurras.

  ¿Qué opinan los actuales psicólogos de la actitud de esta madre?

 

 

 
 

martes, 20 de octubre de 2009

El caño

  Ayer iba yo con mi mujer y mi hijo por la calle, cuando oímos a un niño que le decía a otro más pequeño y que parecía ser su hermano: "A ver si sabes decir deprisa, del coro al caño, del caño al coro; del coro al caño, del caño al coro...". Esto, precisamente, no me hizo rememorar aquellos tiempos de colegio en que jugábamos con todo tipo de trabalenguas, sino un toponímico de mi pueblo: "El caño", situado al pie de "La cuesta". ¿Por qué?

  En el pueblo, cada vecino podía llevar a lo que podríamos denominar "ganado público" cuatro vacas como máximo. Este ganado, como es lógico, se había de custodiar; pues bien, el número de vaqueros que habían de hacerlo y que eran los mismos vecinos por turno, se determinaba en base a los terrenos privados que tuvieran que preservarse. Había dos turnos: el de los "nones" y el de los "pares"; de tal modo, que si un vecino tenía tres vacas, cuando venía el de los "nones" tenía que aportar dos vaqueros, mientras que si eran los "pares" tan sólo uno.

  Durante los meses de septiembre y octubre, creo recordar, las vacas dormían en el alambrado de arriba de la vía. Por la mañana temprano, se sacaban a "El caño" para que, estacionadas allí hasta las dos, más o menos, pudieran abrevar en las pozas, alimentarse y recuperarse de los diferentes y duros trabajos de la ya almacenada cosecha. Por la tarde, se levantaba al ganado y se le iba trasladando con el fin de que se alimentara de hierba y rastrojeras, pero poniendo mucho tiento en que las vacas no entraran en terrenos privados que se hallaban cultivados.

  A mí me encantaba ir a "El caño". Concretamente, recuerdo el año en que me tocó ejercer como vaquero, tanto para nosotros como para dos vecinos más del pueblo (supongo que a mis padres algo les pagarían por ello, además de la comida de ese día). Cuando, no sé cuántos vaqueros habían sacado las vacas, toros sementales (que eran propiedad del pueblo) y terneros del anteriormente citado alambrado, era el comienzo de mi tarea. Junto con uno o dos más, nos situábamos, siempre debajo del mismo árbol, desde donde se controlaba bastante bien si se desmandaba alguna res, por lo general muy tranquilas durante aquellas horas. Por tanto, yo me lo pasaba de miedo.

  Unas veces, el más mayor de los tres, que era un adulto, cuando alguna vaca o ternero se apartaba del resto excesivamente, solía decirme: "¡Anda, tú que tienes buenas piernas, vete a volver a esa vaca". Y allá iba yo como si fuera un perrito. Otras veces, bajaba a algún terreno cercano sembrado de patatas, desenterraba las de una mata, y a asarlas a las cenizas de la lumbre, que al pie de un hermoso roble, se solía hacer cada mañana: ¡estaban buenísimas con su chispita de sal! También iba a cortar algún ramito de endrinas que, puesto cerquita de las ascuas, le daban a ésstas un sabor estupendo. Pero las dos cosas con que más disfrutaba eran, por una parte, cuando me traían en una fiambrera la comida, pues normalmente había un buen tallo de chorizo, un trozo de lomo adobado y una tortillita de patatas: ¡toda una maravilla! Y por otra, generalmente en compañía de otro chico, ir donde estaba un ternerito o ternerita tumbados, acercarnos silenciosamente y cogerles del rabo.

Instantáneamente, se levantaban y salían pitando. Enganchados a la cola intentábamos seguirlos. ¡Pero cuántas veces tuvimos que soltársela si no queríamos ir a parar algún zarzal. Recuerdo que el tío Juan Ibáñez, al que le sabía a cuerno quemado, nuestro entretenimiento, como nos viera echaba unos tremendos juramentos e incluso nos lanzaba la cachava.

  Este entretenimiento acabó, no precisamente en "El caño", sino en la "Dehesa".

  En el tiempo de la escuela reservado a la comida (de la una a las tres), un rato antes de volver a ésta, que se encontraba muy cerca de la "Dehesa", nos fuimos unos cuantos allá a nuestro bonito pasatiempo. Descubrí un ternerito tranquilamente tumbado. Me acerqué sin hacer ruido, le agarré el rabo, se incorporó rápidamente y salió zumbando. ¡Las piernas no me daban más de sí! Justo en un buen charco fui a dar un glorioso panzazo. Como ya era prácticamente la hora de entrar, no me quedó más remedio que escurrir, como Dios me dio a entender, la ropa y a esperar que se secase, pero cantando las tablas de multiplicar.

  Han quedado en mi memoria tan marcados aquellos días de "El caño", donde se percibía además un suave olor a espliego, que he determinado que, cuando inicie mi viaje al "pacífico", que diría mi padre, lleven mis cenizas a esparcirlas desde el pie de "La cuesta".

 

 

 

 

sábado, 17 de octubre de 2009

La vacuna

  ¿Contra qué era la vacuna, madre? ¿Contra la tuberculosis?, ¿la tos ferina?, ¿la viruela?, ¿el tifus?... No te acuerdas, ¿verdad, madre?, y yo, tampoco. Sin embargo, sí recuerdas, lo mismo que yo, aquel hecho que comentamos varias veces, y sobre todo cuando, ya en tus años de itinerante, pasabas dos meses aquí con nosotros. ¿Qué tendría yo, seis años? Por ahí, porque ya iba a la escuela el día que me escapé.

  Regresaba yo a casa, sabe Dios de dónde, cuando al desembocar en la placita en la cual se halla, divisé, sobre su caballete la moto de don Leopoldo, el médico, que lo era también de otros pueblos. Me detuve como si repentinamente hubiera chocado contra una pared, y exclamé: "¡La vacuna! ¡Don Leopoldo :a venido a ponernos la vacuna! Y salí de najas.

  Efectivamente, días atrás habían comunicado que los chicos y las chicas de las escuelas seríamos vacunados en el Ayuntamiento a partir de las once de la mañana. Como yo tenía mucho miedo, antes de la hora me había ido solo por ahí con la intención de olvidarme del asunto; pero, a la hora de la verdad, al ver la moto, seguí un impulso irreprimible, y ¡a correr se ha dicho!

  Enfilé por el Camino de San Andrés; hice una breve parada en la huerta del tío Félix, que estaba trabajando allí con sus dos hijas. Me preguntaron que qué hacía por allá solo, les respondí que nada, y seguí mi huida particular. Pensaba que si me escondía y no me encontraban, se marcharía don Leopoldo, y yo me libraría de que me pusiera la maldita vacuna ésa.

  Al llegar al desvío del Camino de la carretera, preferí seguir recto hacia la ermita de San Andrés. Poco antes, descubrí un espléndido espino que, junto a la pared de un prado, era un extraordinario escondite. Me acurruqué, y a dejar pasar el tiempo con el corazón en vilo, esperando ver aparecer la moto del médico saliendo del pueblo.

  Lo que vi pasar, al cabo de bastante rato fue a un hombre del pueblo rodeado de varios compañeros de la escuela, llamándome. Cómo es lógico, en vez de contestar, me encogí aún más y apreté el morro. Tuve la suerte de que ellos, en lugar de tomar el camino en el que yo me encontraba, tomaron el de la carretera. Supe, después, que habían preguntado al tío Félix y que éste les había indicado hacia allá.

  Pasó otro buen rato en el que oía lejanas las voces llamándome. No sabía qué hacer. Al final, siguiendo otro de esos impulsos míos, abandoné el escondrijo y salí al camino de la carretera en el momento en el que ellos regresaban. Al verme, todos los chicos comenzaron a gritar al tiempo que corrían hacia mí. Llegaron, me rodearon y, como si de un preso se tratara, me custodiaron hasta mi casa, donde estaba el médico con mi madre, pues sólo faltaba yo por vacunar.

  Recuerdo que, mientras que nos dirigíamos hacia mi casa, tuvo lugar un desafortunado incidente que ponía de manifiesto, una vez más, la ardua labor que tendría por delante para refrenar mis negativos impulsos. Fue cuando X, un compañero de la escuela y de mi edad, me dijo: "Ya verás, es como si te fueran a matar". Instantáneamente, mi manojo de nervios se concentró en mi mano que salió disparada hacia la cara del pobre chaval, el cual recibió sorpresivamente la Comunión de quien no sería en su vida ni cura, ni siquiera un pobre monaguillo. Curiosamente, no pasó nada, y seguimos hacia mi casa.

  No me acuerdo qué me dijeron ni don Leopoldo ni mi madre (sólo recuerdo que no se cabrearon conmigo) y que, cuando, tras insistir repetidas veces, tanto el uno como la otra, en que no me dolería nada, dejé mi brazo desnudo a dis'posición del médico, éste me pidió que no mirara y comenzó a preguntarme cosas. De repente, me dijo: "Ya está". Entonces exclamé yo absolutamente liberado: "¡Anda, y por esta tontería me he escapado  yo!"

 

 

 

 

miércoles, 14 de octubre de 2009

A la caza y captura

Con lo gratificante que es oír cantar a los pájaros en el campo y verlos volar libremente de acá para allá, y, sin embargo, ¡qué obsesión la mía (que además se prolongaría demasiados años) por cazar con liga y buscar nidos de cardelina!, ese pajarillo que tantas veces oímos cantar en barberías y talleres de zapatero remendón de muchos pueblos e, incluso, ciudades de esta “Piel de Toro” o “Tierra de Conejos”: ¡Vaya, hombre, siempre animales de por medio! Y no conforme con la persecución de este bonito pájaro, más tarde ampliaría mi campo de acción (con la imprescindible colaboración de mis hermanos) a pardillos y “turis”, hasta tener uno de cada, en su correspondiente jaula, colgadas de la viga del portal de mi casa. ¿Cuántos se quedaron en el camino, muertos de tristeza unos, y dejándose morir de hambre y de sed otros? No lo sé; pero ¡qué de emociones vividas durante el proceso!
Recuerdo que mi primera preocupación era la de disponer de una o dos jaulas con unas mínimas garantías de seguridad para albergar al futuro o futuros presos; luego, conseguir que mis padres me compraran liga y alpiste,preparar las varillas, que normalmente eran juncos, poner la liga en ellas (todo un arte) y, previa observación y selección de los lugares donde solían posarse para descansar, comer o beber, colocarlas estratégicamente con sumo cuidado y, por último… ¡esperar! Sí, esperar a que cayeran y cantaran en la jaula los resignados. Cardelinas, “turis” y pardillos: éste era el orden, de más a menos, según mi propia experiencia.
Tres momentos concretos me vienen a la memoria: En el primero me veo acechando, tras la pared de un prado, la llegada de posibles víctimas hasta los gardinchos, cardos o espinos de “Los Solares” en donde había puesto unas cuantas varillas con liga. En un susurro, y conteniendo la respiración, me decía: “¡Uno; ahí va uno…, a ver! ¡Ahora van cuatro! ¡Oooh, una pequeña bandada! ¡Vaya, pasa de largo! ¡Ahí viene otra! Pero por lo visto, los pájaros no tenían ni tienen una pluma de tontos, pues aquella vez, por más que me pareciera milagroso, no cayó ni uno.
En el segundo, esta vez detrás del frontón, me encuentro en mi labor de vigilancia, cuando un múltiple aleteo anuncia la huida de todas las cardelinas posadas allá, menos… ¡una! Ésta es la que advierte a las demás de que ha caído presa. Corro, emocionado, hasta la cardelina que hace ímprobos esfuerzos por desasirse de esa masa a la que están pegadas patas y alas. La “libero” con mucho cuidado y, a casa a toda prisa para introducirla en la jaula, dispuesta con su agua y su alpiste. ¡Qué revoloteo! ¡Qué rápidas miradas para todos lados! ¡Imposible salir! Si después de algún día, comienza a comer y beber, excelente señal.
Y en el tercer momento, me hallo en el rincón del prado que está junto a la derrumbada corte de la casa de la tía Inés. He dejado en el suelo la jaula que traía, me acerco sigilosamente a uno de los árboles y comienzo a trepar por él; llego a la altura donde hay un nido de cardelina que descubrí hace días y que, por supuesto, no desvelé a nadie; miro. No están los padres, pero sí las tres crías, ya muy próximas a abandonarlo. Cubro rápidamente el nido con una de las manos y, con mucho tiento, las cojo. Desciendo con extremas precauciones y, por fin, las introduzco en la jaula sin mayores contratiempos, dejándola allí.
Según mi preconcebido plan, me alejo y espero el regreso de los padres oculto tras unas zarzas. Ignoro qué veloces sistemas de comunicación utilizan los pájaros, pero el caso es que casi de inmediato aparecieron llamando a sus hijos, que al instante respondieron. ¡Imaginaos lo que pudieron decirse los pobres animalitos!
Dejé pasar unos minutos, durante los cuales, las crías se asomaban por entre los barrotes de su cárcel y los padres nerviosamente y sin cesar volaban de acá para allá sin atreverse a acercarse a la jaula. Por fin, salí de mi escondrijo. Al verme, los padres se alejaron hasta lo más alto de uno de los árboles y esperaron acontecimientos. Yo cogí la jaula y tranquilamente me dirigí a casa con la seguridad de que las dos cardelinas me seguirían.
Cuando llegué, fui a la ventana que había elegido previamente, y en el alféizar coloqué la jaula. No Tardaron en llegar los padres, que esta vez sí y poco a poco, fueron acercándose a ella hasta agarrarse a sus alambres.
Desde aquel día, la introducía en casa por la noche y la sacaba por la mañana. Puntualmente acudían los padres a dar de comer y beber a sus tres hijos. Puse agua y alpiste con el fin de que engancharan a comer y beber ellos solos. Pero… una noche se me olvidó meter la jaula, y a la mañana siguiente… me encontré las tres crías muertas, probablemente de frío, pues la temperatura había sido bastante baja.
Sí, efectivamente, trasladé a mi domicilio y, en consecuencia, disfruté durante años en él de la dulce melodía de la cardelina, del armonioso cascabeleo del “turis” y del maravilloso gorjeo del pardillo; pero, desde no sé cuándo, juré no tener jamás un pájaro enjaulado en casa y disfrutar del canto de los mismos en el campo, su hábitat natural. ¡Que los pájaros cantores me perdonen!