miércoles, 30 de noviembre de 2022

Marcela, ¿la loca?

  Marcela, ¿la loca?

 

  Por la pasarela de las páginas del libro que sobre Herreros, mi pueblo, escribió Jesús Gaspar Alcubilla, desfilan, vestidas con los típicos trajes del recuerdo, un conjunto de personas que, bien directamente o bien por referencias,  viven en ese rinconcito de mi memoria chaveta. Una de ellas es la Marcela (hermana del tío Felipe el alguacil, sacristán y yo qué sé cuántas cosas, y también de la tía María la Roma) de la que, además de lo que allí se dice, avivando los rescolditos de mi infancia, adolescencia y algo más, me apetece agregar alguna otra cosilla.

  Lamentablemente, Las personas, en demasiados casos, sacamos a pasear nuestro poquito de perversidad e incluso de crueldad colgando etiquetas, apodos o alias que reflejan casi siempre algún aspecto negativo de la persona a quienes nos referimos. Basta que se aparte algo del rebaño o ser un tanto excéntrica, ya sea en el vestir como en su comportamiento,  para tildarla de "loca, "ida" o cualquier otro adjetivo peyorativo o negativo en lugar de resaltar lo positivo.

  En el caso de la Marcela que, efectivamente, solía gritar aquello de "¡viva Franco! ¡Arriba España! -otros muchos también lo hacían jodiendo, encima y de verdad, al prójimo- yo destacaría que era una persona instruída, culta. Aparte de que tenía el buen hábito de leer todo aquello cuanto caía en sus manos, también poseía el de escribir. A mí me leyó un poema que había dedicado a las cigüeñas y que me sonó muy bien. Incluso, tengo el vago recuerdo de que se lo habían publicado, quizá en el Hogar y Pueblo o en el Campo soriano.

  ¡Cuántos poemas escribiría en la soledad de las dos o tres diferentes casas del pueblo en las que habitó por la gracia de Dios o de quien fuera! ¡Y en qué lumbre se convertirían, lamentablemente, en humo y en cenizas!

  Y como murió en la más absoluta soledad, nadie supo si antes de subir al último tren murmuró: ¡Viva Franco! ¡Arriba España!, no tanto por ser hija de militar y servir en casa de militar, sino por la miserable pensión que a lo mejor el régimen le había concedido.

  Yo más me inclino por creer que su última palabra sería: A-Ve-ma-rí-a que, según solía decir, eran los nombres de los cinco olmos de la ermita de la Soledad. Nadie puede discutirle que sabía dividir perfectamente las palabras por sílabas.

  Marcela: Contágianos esa alegría tuya y que, como tú, al mal tiempo pongamos buena cara y una radiante sonrisa.

 

  C. A. v.

 

sábado, 4 de abril de 2020

El cartero

  El cartero

 

  Mientras tomaba el cafetito de media mañana con la mente en estado de calma chocha, una ligera brisa musical empujó hasta la orilla de mis recuerdos la intimista voz de Georges Moustaki, interpretando uno de los temas de un maravilloso disco titulado, genéricamente, Le Métèque y que forma parte de la intransferible banda sonora de mi vida.

  Como si la susurrante voz del cantautor me recomendara: "douzement, mon ami", bebo a sorbitos de pájaro el café, me recreo en alguna de las escenas que me recuerdan las canciones del disco y, por fin, lo busco en mi musicoteca cibernética y lo reproduzco según el orden establecido en el mismo.

  Cuando, tras las introductorias notas desgranadas por la guitarra y una deliciosa voz femenina cantando de fondo, Moustaki recitaba: "Le jeune facteur est mort, il n'avais que dix-sept ans..." el timbre del interfono irrumpe groseramente en la cálida y mágica atmósfera vivencial.

  Con manifiesto fastidio, me incorporo y "douzement" voy hasta la puerta y descuelgo el auricular.

  -¿Sííí? ¿Quién es? -pregunto.

  -Correo comercial -informa una voz desde abajo.

  No puedo reprimir un ¡mierda!, mientras cuelgo al constatar que otras voces del edificio contestan también al repartidor publicitario que cual acordeonista ha deslizado sus dedos por una de las filas de botones del panel presionándolos.

  Regreso al sillón; pero los hilos mágicos ya han sido cortados y, aunque Moustaki y la dulce voz femenina siguen rindiendo homenaje al joven cartero muerto, mis recuerdos ligados a la canción se desvanecen. Intento recuperarlos reproduciéndola desde el principio. No, ya no es lo mismo. Mis pensamientos buscan acomodo en otros parajes.

  De súbito, coincidiendo con el último acorde, vuelve a sonar el interfono. Dejo que el disco siga su curso en tanto que, ahora más rápido, me dirijo a la puerta. Descuelgo y con tono desabrido -agresivo diría más bien- respondo:

  -¿Quién eees?

  -Correos, el cartero.

  Pulso el botón, cuelgo, y mientras parsimoniosamente retorno al cómodo sillón, por esas extrañas correlaciones o escondidas invocaciones, venida del más allá la voz de un amigo rasga mi habitáculo mental con una relampagueante frase: Está más sudado que calcetín de cartero rural.

  Quedo prendido en ella. Me acerco a la mortecina lumbre de mis recuerdos, remuevo las cenizas con las largas tenazas de la memoria y atrapo una pequeña ascua cargada de cartas, postales, esquelas, periódicos...

  Si el dicho se hizo proverbial, sería -digo yo- bien porque el único cartero de cualquier pueblo bastante grande se lo pateaba de arriba abajo repartiendo la correspondencia, o bien porque, recogida en la estación donde se detuviera el medio de transporte que la llevara, había de repartirla "a patita" por varios de los pueblos de la zona, con lo que estaba garantizado que en su diario deambular con su clásicas gorra y cartera sudaría el calcetín hasta acartonar la suela. Sin embargo, en mi infancia, adolescencia y aun en algunos de los años de la juventud, el cartero de mi pueblo, el Tino (que así se llamaba) poco lo sudó, y es que mi pueblo era tan pequeño -ahora lo es mucho más, en habitantes, se entiende- que podía llevar los mismos calcetines varios días sin que se acartonaran.

  No tenía el Tino, precisamente, 17 años. Bajo, calvo y con tres hijos, me parece estar viéndolo, sin gorra ni uniforme especial, recorrer ordenadamente el pueblo, llevando en su cartera las cartas de los mozos que, en Africa o cualquiera de las provincias de España, hacían la mili; las de hijas, hijos u otros familiares, integrantes de la diáspora laboral que incluía el extranjero (fundamentalmente Francia, Alemania y la Argentina); las de amor -que alguna, habría, supongo yo... y esas que a mí tanto me llamaban la atención y que encogían el alma: las ribeteadas de negro.

  ¡Con qué ilusión esperaba yo su llegada en mis períodos vacacionales! ¿Por qué? Porque el intercambio con los amigos del colegio era frecuente, y más tarde, con algunos de esos intensos e idealizados amores adolescentes. Y aquella vez, en la que sin encomendarme ni a Dios ni al diablo -tendría yo 13 o 14 años- solicité (por carta y en Braille, naturalmente) a la imprenta de Barcelona los cuentos de los hermanos Grimm. ¡Qué putada, Tino! En aquella ocasión tuviste que transportar los ocho gruesos volúmenes en Braille desde la estación del ferrocarril. Estoy convencido de que fui el primero en tu reparto. Probablemente, ese día sería uno de los que más sudaste -era verano- por lo cual los calcetines, si no acartonados, al menos sudados sí que lo estarían.

 

 

 

miércoles, 4 de septiembre de 2019

Yo, el blasfemador

  Yo, el blasfemador

 

  Andaba yo esta mañana removiendo las cenizas en busca de alguna residual y mortecina ascuita, cuando el demonio, emergiendo entre unas cuantas que tímidamente chispeaban vestidas de rojo, juraba y blasfemaba a mi oído, no en hebreo, sino en un perfecto castellano: cagüen Di..., cagüen la Hos..., cagüen el Co... ¿Qué le pasará a este¿, pensé. Pues nada, que me imitaba y se reía socarronamente de cuando yo era un renacuajo.

  Sí, sí, en aquellos tiempos yo juraba y blasfemaba con tal gracia y salero, cual excelente carretero, pastor o labrador en este campo, que las niñas e incluso algunos viejos con los que me llevaba estupendamente solían pedirme: Jura, Carlos; jura, chiquito. Y yo juraba. Anda que si hubiera tenido y podido, claro, que pagar las multas estipuladas por ello, según recuerdo haber leído en algún texto religioso de estudio, el cielo estaría, a buen seguro, enladrillado por las 30 célebres monedas de plata (de la que cagó' la gata) multiplicadas por 70 veces 7 más de las que cobrara Judas Iscariote que, por cierto, mató a su madre con una vara y a su padre con un garrote, y aún pensaba que no era nada, que coreaban los chicos en el pueblo el 28 de octubre. En otra ocasión hablaré de esto.

  Precisamente este verano, la Chon, unos 8 años mayor que yo, hurgando entre las cenizas de nuestralumbre vital, me recordaba lo trasto, pero a la vez simpático, que yo era. Recordé, entonces, lo que me querían algunos viejos, por ejemplo, el tío Marcelino que, como yo había nacido el 4 de diciembre, solía decir que en lugar de Carlos me tenían que haber llamado Bárbaro, o el tío Félix, familiar de ella, que sonriendo pícaramente, me pedía: "No jures tanto chaval" -agregando algo más que no logro recordar.

  Yo disponía de un amplio repertorio extraído, evidentemente, de las exclamaciones, siempre relacionadas con lo divino, que soltaban aquellos duros hombres en su trato diario con los animales que, a veces, se rebelaban contra ellos.

  No, no, nunca me cagué en los apóstoles por orden alfabético, ni tampoco en los hijos de Jacob, pero sí en la Hostia, que enfatizaba y completaba con la más expresiva, Consagrada. Al Copón le añadía, Bendito, a la Virgen, que siempre era la del Pilar -supongo que por aquello de que el acento agudo es más contundente- agregaba, de Zaragoza, para que no cupiera duda alguna. Pero a veces, convocaba a la Corte Celestial y me cagaba en la Procesión Divina.

  Y es que en el pueblo cada día era un cursillo acelerado, e incluso de reciclaje. Me viene a la memoria cierta ocasión en que a mi padre se le escaparon las vacas. Exhibió tal repertorio, que si el cielo no hubiera respondido a tales rogativas imprecaciones -eso sí, con el mazo dando- yo estaría convencido de la no existencia de Dios. Y aquella vez en que desde casa y a cubierto, mientras jarreaba de lo lindo, oí pasar por la calle a Benito el Matraco bajando a todos los santos del cielo, expresión que incluí, desde entonces en mi acervo exppresivo.

  Ahora bien, el que juraba, a mi juicio, desplegando una amplia gama de juramentos y blasfemias, con la mayor y mejor musicalidad que yo escuchara, era el Juan Pedro, que años después protagonizó un hechohilarante por demás, al menos para mí, en lo tocante a la especialidad de la que estoy hablando.

  Se encontraba el buen hombre ingresado en una clínica. No sé si la cuestión se produjo antes o después de ser operado de apendicitis, llamada por el pueblo antiguamente "cólico miserere", el hecho es que una monja le dijo:

  -Si tiene dolores, apriete este botón, que vendremos de inmediato.

  A los pocos minutos, le sobrevino un agudo dolor. Siguiendo las instrucciones, pulsó el botón. Como nadie acudía y el dolor aumentaba, comenzó a retorcerse en la cama exclamando:

  -¡Me cagüen Dios, Me cagüen Dios!

    Y Dios se apiadó -no podía ser de otra manera ante tal invocación. Se personó la monja con un recrujir de almidones y bamboleo de rosarios y demás zarandajas. Al abrir la puerta y oír cómo reclamaba a Dios nuestro Señor el buen Juan Pedro, que reunía en su nombre a dos de los más destacados apóstoles, se escandalizó:

  -Pero, ¿qué está diciendo usted, hombre?

  Y él, entonces, completó:

  -¡Y en la Viiirgen, tambiééén!

  ¡Ay, Dios mío!, después de tantos años, te pido perdón, Señor. No sabía lo que hacía.

  Ahora, sin embargo, sí sé que, por aquí me ando y continúo sin saber lo que hago invocando a los cinco Dioses en que creía mi padre: Dios, Rediós, Cristo, Recristo y Jesucristo.

 

 

 

 

Anda, pincha aquí que no duele:

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