Marcela, ¿la loca?
Por la pasarela de las páginas del libro que sobre Herreros, mi pueblo, escribió Jesús Gaspar Alcubilla, desfilan, vestidas con los típicos trajes del recuerdo, un conjunto de personas que, bien directamente o bien por referencias, viven en ese rinconcito de mi memoria chaveta. Una de ellas es la Marcela (hermana del tío Felipe el alguacil, sacristán y yo qué sé cuántas cosas, y también de la tía María la Roma) de la que, además de lo que allí se dice, avivando los rescolditos de mi infancia, adolescencia y algo más, me apetece agregar alguna otra cosilla.
Lamentablemente, Las personas, en demasiados casos, sacamos a pasear nuestro poquito de perversidad e incluso de crueldad colgando etiquetas, apodos o alias que reflejan casi siempre algún aspecto negativo de la persona a quienes nos referimos. Basta que se aparte algo del rebaño o ser un tanto excéntrica, ya sea en el vestir como en su comportamiento, para tildarla de "loca, "ida" o cualquier otro adjetivo peyorativo o negativo en lugar de resaltar lo positivo.
En el caso de la Marcela que, efectivamente, solía gritar aquello de "¡viva Franco! ¡Arriba España! -otros muchos también lo hacían jodiendo, encima y de verdad, al prójimo- yo destacaría que era una persona instruída, culta. Aparte de que tenía el buen hábito de leer todo aquello cuanto caía en sus manos, también poseía el de escribir. A mí me leyó un poema que había dedicado a las cigüeñas y que me sonó muy bien. Incluso, tengo el vago recuerdo de que se lo habían publicado, quizá en el Hogar y Pueblo o en el Campo soriano.
¡Cuántos poemas escribiría en la soledad de las dos o tres diferentes casas del pueblo en las que habitó por la gracia de Dios o de quien fuera! ¡Y en qué lumbre se convertirían, lamentablemente, en humo y en cenizas!
Y como murió en la más absoluta soledad, nadie supo si antes de subir al último tren murmuró: ¡Viva Franco! ¡Arriba España!, no tanto por ser hija de militar y servir en casa de militar, sino por la miserable pensión que a lo mejor el régimen le había concedido.
Yo más me inclino por creer que su última palabra sería: A-Ve-ma-rí-a que, según solía decir, eran los nombres de los cinco olmos de la ermita de la Soledad. Nadie puede discutirle que sabía dividir perfectamente las palabras por sílabas.
Marcela: Contágianos esa alegría tuya y que, como tú, al mal tiempo pongamos buena cara y una radiante sonrisa.
C. A. v.