viernes, 8 de enero de 2010

Valeriano

  ¿Que quién es Valeriano? Pues Valeriano, al que en un principio se le llamó Valeriana, es un gato blanquinegro tan bueno, cariñoso, fiel y cazador como un perro de pura raza.

  En casa siempre había habido, como mínimo, un par de gatos por aquello de preservarla de los más que posibles ratones. Como se había muerto uno de los dos (el que más mala leche tenía) y andábamos buscando un sustituto, dio la casualidad de que la tía Ñoña, una especie de sociedad protectora de gatos, nos informó de que una gata suya había parido hacía unos días y que si deseábamos uno, que fuéramos a su casa cuando quisiéramos que nos lo regalaba. Inmediatamente allí se presentaron mi hermana y hermano más pequeños.

  Tras que si este, que si el otro, que si el de más allá..., el asunto es que, por fin, se pusieron de acuerdo en la elección y, ¡hala!, para casa un nuevo gato que, por supuesto, sería alimentado a base de la consabida leche de cabra. Pero..., ¿y qué nombre le ponemos? Los cuatro hermanos menores, en extraordinaria asamblea, resolvimos darle el nombre del santo del día. Consultamos un calendario-santoral que teníamos colgado en una de las paredes de la cocina, y procedimos a bautizarlo con un poquito de agua en la que habíamos disuelto una pizquita de sal., correspondiéndole el de Valeriano, que fue cambiado instantáneamente por el de Valeriana ya que su anterior dueña nos había dicho que era hembra.

  Tiempo después (imposible determinar cuánto) mi padre nos preguntó: "¿Habéis visto lo que le cuelga al gato?"

  Miramos, comprobamos, y sin que el bicho pusiera el más mínimo inconveniente, fue rebautizado, convirtiéndose para los restos en Valeriano, a cuyo nombre, que significa fuerte, sano robusto, valiente, hizo honor a lo largo de su vida.

  Todavía tengo grabada en mi "rutina" la primera vez en que, mientras tranquila y distraídamente merendaba, sentí que unas afiladas uñas me atrapaban con sumo cuidado uno de los dedos y tiraban de él hacia una pequeña boca en la que unos agudos dientes lo mordían con exquisita suavidad: era el Valeriano que, sentado en la silla vecina, así me pedía que compartiera con él mi merienda.

  En otra ocasión, me desperté por la noche al notar que al estirar las piernas tropezaba con algo pesado que había encima de la cama. Se disparó, entonces, mi adolescente imaginación, haciendo mil y una conjeturas sobre lo que podía ser aquello. Pero pronto se desveló el misterio, pues al mover un poco una de las piernas, oí como, efectivamente, el Valeriano saltaba ágilmente al suelo. Respiré tranquilo. Y a partir de se momento, cada vez que se repetía tal circunstancia, experimentaba cierta agradable sensación: me sentía acompañado, y eso que en casa éramos unos cuantos.

  El Valeriano fue al único gato al que se le permitió danzar a sus anchas por "toda" la casa. Y es que era limpísimo, cariñoso y buen cazador. Incluso, cuando mi padre iba a trabajar, lo seguía cual perro hasta la carretera donde un camión iba recogiendo por diferentes pueblos a todos aquellos que trabajaban -creo recordar- en lo que vulgarmente se conocía como "Montes". Y cuando le dimos por compañero un perro -no sé cuál- su relación fue de una amistad ejemplar.

  De tanto en tanto desaparecía por espacio de algunos días, y cuando regresaba venía escurrido y con marcas de sabe Dios qué batallas con otros gatos en disputa de alguna gata en celo.

  Fueron pasando los años, y Valeriano acabó convirtiéndose en el único y último gato que hubo en casa. A nosotros nos gustaba acariciarlo y a él recibir las caricias, pues ronroneaba de placer tumbado en el halda de cualquiera de los que lo acogían, que éramos prácticamente todos porque poseía otra cualidad más: no era empalagoso.

  Cierto día, alguien advirtió que al pobre le habían salido unos tumores que le afectaban a la vista, pues sus movimientos eran cada vez más lentos y cabeceaba amenudo como intentando disipar las sombras que le debían reducir mucho su campo y agudeza visuales.

  Por fin, a saber quién (aunque supongo que el hermano que mejor a entendido a los animales) nos comentó que ya hacía días que el Valeriano no andaba por casa. Lo buscamos y requetebuscamos, pero nunca logramos dar con él. Parece ser que los gatos (por lo menos los de pueblo) cuando presienten que el fin de su vida se acerca, suelen apartarse para morir en la más estricta soledad y sin molestar a nadie.

  Estoy convencido de que si, según lo que se dice, cuando uno atraviesa los umbrales de la otra vida salen a recibirte familiares que murieron antes a fin de guiarte e introducirte sin sobresaltos en esa nueva dimensión, también saldrán esos animales que formaron parte, ¡y de qué manera!, de nuestros sentimientos más puros en la vida que acabamos de dejar.

 

 

 

 

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