martes, 5 de enero de 2010

Una jornada invernal

  Hoy, nada más despertarme, me asomo a la ventanita de la habitación del medio donde duermo con alguno de mis hermanos (existen la de fuera y la de dentro, evidentemente) y me quedo un ratito contemplando extasiado ese maravilloso manto blanquísimo que lo ha cubierto todo durante la noche: es la primera gran nevada del invierno. A pesar de ser el pan nuestro de cada año, la recibo con sorpresa, alegría y admiración, es como si la tierra se hubiera vestido de novia o de primera comunión.

  Sin esperar a que me llame mi madre para ir a la escuela, me levanto y visto rápidamente (hace mucho frío), cojo una de las bolsas de agua caliente que nos metemos en la cama por la noche, bajo a la cocina donde, al amor de una buena lumbre, yaestán mis padres y mis hermanos mayores desayunando sus sopas de leche de cabra, y me sumo a ellos.

  Cuando termino, echo en la palangana el agua tibia de la bolsa, me lavo y a renglón seguido me peina mi madre. Luego, mi padre le pide a mi hermano que saque las tres cabras que tenemos y las lleve al ganado, o sea, al lugar donde se juntan todas para que, posteriormente, el cabrero de turno las pastoree durante el día, mientras él se va a la cuadra a soltar a una ternerita que tenemos para que mame antes de hacer lo mismo con las vacas. Hoy, debido a la nevada, las sacarán un poco más tarde, por tanto, serán mis padres los que se encarguen de limpiar las cuadras y llevar las moñigas al muladar, las cuales a su tiempo servirán de abono para la tierra.

  Preparo la cartera, metiendo en ella el primer grado de la Enciclopedia de Álvarez, un estuche con colores, pluma y lapiceros, y un cuaderno. Regresa mi hermano, hace lo propio, así como mi hermana con su cabás, y nos vamos para la escuela, nosotros dos a la de los chicos, que se halla en el otro barrio, y mi hermana a la de las chicas, que está al ladito de casa. Son las diez menos diez.

  Llegamos a ella rasgando algo más el blanco traje de invierno del pueblo y expulsando nubecillas por la boca cada vez que hablamos. La escuela ya está abierta, e incluso alguno de los chicos ya ha izado la bandera. Cuando entramos, un par de ellos están encendiendo la estufa.

  A las diez en punto aparece don Eugenio y comienza a repartir la faena: hoy, después de revisarme unas sumas y restas que tenía de deberes, me toca copiar al cuaderno un texto y al final del mismo dibujar una de las tres caras que me presenta como modelos. Lo de escribir se me da bien, pero lo de dibujar..., un verdadero desastre. La cara que dibujo, por mucho que me esfuerzo, no se parece en nada al modelo.

  El recreo llega justo unos minutos después de que el cocinilla de turno (uno de los chicos más mayores) acaba de dar vueltas a la leche en polvo que en una olla se calienta en la estufa y que se reparte a vaso por alumno. Todavía tengo grabado en el paladar ese horrible sabor, agudizado por los repelentes e inevitables grumos. Lo único bueno de la famosa leche en polvo de los americanos es el momento en que hay que ir a lavar la olla a la fuente, pues a quien le toca, con una u otra excusa, siempre tarda bastante más de lo necesario, con lo que se libra de unos minutos de escuela.

  Durante el recreo, toca, como no podía ser de otra manera, la típica batalla de bolas de nieve y después hacer un par de grandes muñecos.

  En la segunda parte de la mañana hay Geografía e Historia. Yo debo aprenderme dos difíciles lecciones que he de ir a recitarle sin ninguna equivocación ni dudas al maestro. Es curioso, todos estudiamos en voz alta; en consecuencia, para que no te moleste el vecino, tu gritas más que él, y así, la escuela se convierte en un verdadero gallinero.

  ¿Qué lección de Geografía me tengo que aprender? "Los puntos cardinales son cuatro: norte, sur, este y oeste". ¿Y la de Historia? "Los hombres primitivos vivían en cavernas y se vestían con pieles de animales". Tras memorizarlas perfectamente, logro decírselas de corrido y sin la más mínima duda a don Eugenio.

  A la una, con el alegre sonido de la campana de la iglesia que repica por gracia y obra del alguacil-sacristán, finaliza la sesión matinal de la escuela. Nos vamos a comer a casa (hay tiempo hasta las tres). Lo hacemos en la cocina alrededor del hogar y en una mesa en la que se coloca una buena fuente de lo que haya y unas considerables rebanadas de pan. También una rebanada de pan nos llevamos para que, al finalizar la clase de la tarde (a las cinco) lo acompañemos de un trozo de amarillo queso (no sé si también regalo de los americanos) y que, por cierto, está muy bueno, o por lo menos a mí me gusta mucho.

  De tres a cinco tengo sesión de lectura, caligrafía y aprender la tabla de multiplicar del cero y del uno, cantando, como corresponde.

  Poco tiempo hay para estar por la calle puesto que anochece pronto. Entre ir a buscar las vacas, meterlas en la cuadra, hacer lo mismo con las cabras, ordeñarlas, prepararles la comida y ponérsela en sus respectivos pesebres, recoger las gallinas y los huevos que hayan puesto y atender en sus últimos días a los cerdos se pasa el tiempo hasta que, reunidos otra vez todos en torno al amor de la lumbre cada uno se pone a hacer sus deberes que, una vez acabados, dan paso a juegos y cultura popular:

-Con las cartas de la baraja, al burro, al guiñote, a las siete y media, a la puta, al as, dos tres...

  -Al cinto. Uno esconde un cinturón enrollado y los demás lo han de encontrar con la simple orientación de "frío, o caliente".

  -Al parchís o la oca.

  -A los vecinos. Uno dice, por ejemplo, un matrimonio con dos hijos y un zampacorruscos, en el otro barrio (el pueblo está dividido en dos barrios). y los demás tienen que adivinar qué familia es. Extraordinaria forma de conocer a toda la gente del pueblo, sí, señor.

  -A las adivinanzas.

  -También oír a mi madre explicar historias o cuentos, poesías o cualquier chascarrillo (se le da bien, la verdad).

  Hoy nos apetece a todos, como aperitivo de las sopas pardas y el huevo frito que cenaremos, asar unas cuantas patatas introduciéndolas en los dos bujes que limitan por ambos lados la lumbre del hogar y donde se apoyan las rajas de leña. ¡Qué deliciosas están con su piel tostada, abiertas y con su chispita de sal!

  Gracias también a la mano del alguacil-sacristán, suena ahora en la iglesia el toque de oración o de orientación por si alguien se pierde en la noche.

  Cenamos. Acompaño después a mi padre a echarles el último pienso a las vacas, a decirles alguna cosa amable, acariciarlas un tanto temerosamente y... a la cocina de nuevo a preparar las bolsas y botellas de agua caliente e incluso el calentador con ascuas para aliviar la entrada a la fría, pero que muy fría cama. ¡Qué fría cama, pero qué calor de hogar en aquellos tiempos de un matrimonio con seis hijos que, a pesar de lo justito para ir tirando, disfrutaron todos juntos de muchas noches reunidos al amor de la lumbre!

 

 

 

 

No hay comentarios: