lunes, 18 de enero de 2010

Cuatro circunstancias

  La niebla no es espesa en mi mente, sino oscuridad total y absoluta cuando intento, querido hermano Á, recordar el momento en que te caíste de culo en la lumbre, lo cual te obligaría a llevar durante largo tiempo, allá por tus tres años, un babi o vestidito para que la ropa no irritara la zona afectada por el fuego y cicatrizara antes. Sin embargo, qué nítidas son las imágenes de dos circunstancias, también complicadas en tu vida.

  Yo, aquel día, había ido a pescar al pantano con el padre. Llevábamos una sola caña de esas caseras, un taleguito para los peces que, con toda seguridad -según decía él sonriendo-, íbamos a pescar y un bote con el cebo.

  Bajamos hacia el "Prao Nuevo", y cuando llegamos a la orilla del pantano, preparamos la caña, pusimos el cebo en el anzuelo, e hizo un lanzamiento a bastantes metros de distancia. Después, ya sabes, a esperar pendientes del corcho.

  En vista de que lo mejor de la pesca es la ilusión y los preparativos previos (sobre todo cuando ésta es escasa o nula) yo, como no picaban, pronto me cansé y me dediqué a jugar con la arena, hacer pozos, riachuelos y observar algunos bichejos que por allá pululaban. De tanto en tanto, miraba a ver si seguía por allí el padre o si había caído algún pez. Sí, uno cayó. Pero qué decepción al sacarlo: era muy pequeño. No necesitó, como en el cuento, pedirnos que lo devolviéramos al agua.

  El padre, como no encontraba peces que se dejaran engañar, iba cambiando de lugar, desplazándose orilla adelante. De pronto, y transcurrido un tiempo indeterminado, miré y miré para ver dónde estaba, y no lo divisé por ninguna parte. Entonces, decidí caminar un rato por la orilla del pantano, pero como seguía sin dar con él, opté por llamarlo a voces. Al no obtener respuesta, determiné regresar al pueblo.

  Fue al desembocar en la plaza y mirar para casa, cuando vi la vespa de don Leopoldo, en la que ya estabais subidos los tres: El médico, tú y el padre. Llevabas una capa blanca con su caperuza y todo, que cubría tu precioso pelo rubio y rizado.

  Asustado, eché a correr, justo en el momento en que la vespa arrancaba. Pregunté a la madre, que estaba rodeada de vecinas y chicos y chicas, y me dijo que X te había pillado el dedo gordo de una mano con la puerta de hierro de la casa de la tía Enriqueta.

  Al final, aunque un poco mocho y algo rarito, ahí lo has tenido y lo tienes vivito y plenamente operativo.

  La otra circunstancia (quizá tú no la recuerdes) me pilló delante de casa. Creo que por aquel entonces andábamos luchando contra la tos ferina. De repente, te vi venir corriendo hacia casa, a la entrada de la cual y sentada en el poyo estaba cosiendo la madre. Caíste redondo al suelo, prácticamente delante de la puerta en la que casi te dejaron sin dedo. la madre abandonó precipitadamente la costura y fue a toda prisa hacia ti, pues no podías romper a llorar y te quedabas sin aire. Te cogió y agitándote intentaba que no te asfixiaras. Yo, paralizado, contemplaba la escena viendo cómo se te ponía morada la cara. Fueron unos instantes terribles. De pronto, rompiste a llorar y fue desapareciendo poco a poco ese trágico color. de verdad, que pensé que no superabas la crisis. Desde ese momento, siempre que oigo llorar a algún niño o niña y durante algunos instantes se queda "privao" o "encanao" se me acelera el corazón.

  Hay una cuarta situación que yo no viví directamente contigo, pero que me explicó la madre con esa capacidad suya de narrar los acontecimientos. Fue la que tuvo lugar al ir a coger un nido de paloma el el Ejido, ¿lo recuerdas? Al bajar del árbol pusiste el pie encima de un palo que giró y se te dobló el pie, produciéndote un esguince o una luxación, no lo sé con certeza. Llegaste renqueando, casi arrastrándote y con mucho dolor hasta casa.

  Llamó la madre al médico, que en esa época ya no era don Leopoldo, el cual te examinó el pie y te recetó una pomada y que tuvieras el pie levantado, vamos colgado de la viga de la habitación.: eso fue todo.

  La cosa, como cualquier profano en la materia puede fácilmente deducir, no mejoraba. Y justo por esos días vino a casa el veterinario, pues teníamos una cabra con graves problemas. La madre, siempre gran conversadora, le explicó lo que te había pasado. Subió el veterinario, y cómo de huesos y cosas parecidas sabía bastante más que el médico, te dijo que te tumbaras y que aguantaras ya que te iba a hacer bastante daño. Por lo visto, se trataba de encajar algo en su sitio.

  ¡Santo remedio! Como quien dice, al día siguiente ya caminabas estupendamente. Eso sí, os recomendó encarecidamente que no le dijérais absolutamente nada al médico porque si no se le podía caer el pelo al invadir las incompetencias de éste.

  Si ya lo decía el padre: "El número del médico es el 111, porque empieza con uno, sigue con uno y acaba con uno".

 

 

 

 

No hay comentarios: