miércoles, 27 de enero de 2010

Golpe a golpe

  No cabe ninguna duda: los tres más guapos de casa erais los tres más pequeños. A ti, querido hermano C, te recuerdo como en un cuadro, repeinado ese cabello espléndidamente rizado, caminando siempre muy tieso, agitanado y chulillo.

  Aún me acuerdo de aquel juego que te traías con tu nombre y el del padre cuando te preguntaban: "Y tú, chiquito, ¿Cómo te llamas?" "Como mi padre" -respondías de inmediato-. Y a la siguiente y lógica pregunta de "¿Y cómo se llama tu padre?", invariablemente contestabas: "Como yo". Y así repetidas veces.

  No obstante ese cuadro, y hablando de pelo, ¡vaya corte que os enjaretó aquel día la madre a ti y a Á! Os dejó las cabezas prácticamente "mondas y lirondas" que diría ella, pues tan sólo lucíais un gracioso y mínimo flequillo, lo demás, al cero. Regresábamos ese día (no sé si F y E también) con el padre de pasar la jornada allá por la presa del pantano donde se habían desarrollado una serie de actividades festivo-deportivas (ni idea quién las había programado) y tampoco el día exacto, aunque podría haber sido el 18 de julio. Pues bien, cerca de casa, concretamente en la calle de Abajo entre la escuela de las chicas y la casa del tío Pío, os vimos aparecer con ese corte de pelo que nos hizo sonreír abiertamente.

  Y ya que hablo de tal parte del cuerpo, tengo que decirte que sí, que te vi caer de cabeza del poyo del frontón a la calle de detrás de nuestra casa. Muchos dolores de cabeza te produjo tal golpe, y también, aunque de otro tipo, a los padres. Pero al fin, aquí estás, eso sí, con esos nervios que no te dejan engordar, que diría la madre.

  Y si de golpes hablamos, el que te diste (otra vez en la cabeza) cuando fuiste a comprar tabaco a un pueblo cercano con la bici, fue de órdago a la grande. Ahí sí que estuviste a punto de espicharlas al salir despedido porque se desprendió la dinamo y frenó de súbito la rueda delantera –creo recordar-. Yo estaba interno en un colegio de la capital del imperio, y aunque, por aquel entonces, fue a visitarme el cura del pueblo, no me informó del hecho: la madre se encargó de explicármelo con pelos y señales en una carta. En aquella época andaba yo, si no místico perdido, sí al menos en muy buen trato con la religión, así que, acabada de leer, me fui con lágrimas en los ojos, a la capilla para dar gracias a Dios y a la Procesión Divina porque todo hubiera quedado en un susto, pero ¡qué susto, Dios mío!

  Sin embargo, aquí no hay más remedio que dar las gracias (casi más que a Dios) al primo cura, ése del que decía el padre que era el único cura bueno que conocía. Que era y es bueno como el pan, nadie lo puede negar, porque lo es, ¡vive Dios! Gracias a él, como quien dice, estás aquí. Cuando pasaba por allí con el coche, se detuvo (como Dios manda y la santa madre Iglesia nos enseña), te reconoció y te atendió, buscando, además, los medios para que pudieras recuperarte, no como X que quería huir del lugar del suceso por miedo a que le echaran las culpas.

  Sigamos con los golpes. ¿Te acuerdas del puñetazo que le endiñaste al jote cuando te sacudió con la cabeza en el culo mientras limpiabas la cuadra? ¡Qué mala suerte tuviste! Mira que dárselo en uno de sus duros huesos. Cuando llegaste a la cocina, traías la mano como un boto. También en esta ocasión estaba yo lejos de casa, ¡a saber en qué colegio! Ahora fue nuestro hermano Á quien me lo contó -y aún lo cuenta muchas veces, tronchándose de risa-. Lo mismo que tu duro enfrentamiento con el macho cabrío. ¿Lo contamos?

  Bajabais los tres hermanos pequeños por la calle de la Iglesia hacia casa, cuando visteis al macho cabrío dentro del "portegao" de la iglesia, y recordando tú que teníais cuentas pendientes porque un día se te pingó con malísimas intenciones poniéndote en fuga, no te lo pensaste dos veces. Lo encerraste dentro y seguisteis hacia casa. Buscaste un buen garrote, y empuñándolo, volviste hacia allá con idea de tener con él más que unas palabras.

  Llegaste a una de las puertas del "portegao", la abriste, llamaste al bicho por su nombre, se giró hacia ti y tú, impetuoso como siempre, le lanzaste el garrote sin pensar que te quedabas sin arma de defensa. El macho, entonces, se arrancó cual toro, y tú, patas pa qué os quiero. Al ver que el cabrón se te echaba encima, le hiciste frente agarrándote a sus cuernos y tirando hacia abajo. Es verdad que te dio algún revolcón; pero lograste de nuevo salir corriendo, y él, tenazmente, en tu persecución. Entraste en casa cual cohete y cerraste la puerta con el tiempo justo, pues inmediatamente, a ella se pingó el animal dando golpes, frustrado. Acudió el padre ante el barullo, cogió una horca, y mientras tú le gritabas que no saliera porque lo mataría, la abrió y lo puso en fuga. Desde entonces, supongo que cuando os veíais, a distancia, claro, cruzaríais miradas de inquina, pero sin llegar ni a las manos ni a los cuernos.

 

 

 

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