lunes, 2 de noviembre de 2009

Las malditas anginas

  Hasta que don Leopoldo, el médico, no atinó con la solución del problema, pasé muy malos ratos con los dolores y supuraciones de un oído. Bendito el día en que dijo que operándome de las anginas (muchísimo más tarde supe que eso se denominaba amigdalectomía), seguro que desaparecerían ambas mortificantes anomalías.

  Recuerdo el día en que me llevó mi madre a la capital, supongo que para una revisión, análisis, determinar día y hora de la operación y alguna que otra cosa más. Sin embargo, lo que de aquel día se me quedó grabado fue la promesa de mi madre de que si me portaba bien me compraría una bicicleta, precisamente una que vi en una tienda y que me gustó muchísimo a primera vista.

  Llegó el día D y la hora H. Habíamos viajado mi madre y yo aquella mañana desde el pueblo a la capital en "La Exclusiva", yo muerto de hambre, pues le habían dicho que debía ir en ayunas. No obstante, iba contento, ya que la promesa de la bicicleta, con la que ya soñaba, hacía que me olvidara de lo que se avecinaba, y además, tendría que pasar un par de días en casa de mis tíos y con mis primos, que por ser mucho mayores que yo, con toda certeza me mimarían y por tanto lo pasaría de miedo.

  Nos dirigimos hacia el mismo edificio en el que había estado la vez anterior, entramos en él, subimos a una planta diferente y accedimos a una sala en la que había  algún que otro niño o niña con sus respectivos padres. Yo, que no podía estarme quieto, andaba dando vueltas por ella cuando, de repente, se abrió una puerta, salió una enfermera con su inmaculada bata blanca, me cogió de la mano y dijo: "Ahora te toca a ti, majo". Miramos ambos hacia mi madre, que asintió con la cabeza, y me introdujo en la sala de la que acababa de salir y en la que vi a dos hombres también con sus batas blancas.

  Supongo que me hicieron unas cuantas preguntas, que me dijeron que no me iban a hacer daño y cosas por el estilo, porque no me acuerdo de eso, pero sí de lo que me pidió dulcemente la enfermera: "Pon los brazos así, extendidos a lo largo del cuerpo". Luego me lo rodeó desde el cuello hasta los pies con una sábana, me condujo hasta una silla donde se había sentado uno de los dos hombres, el cual me puso sobre él, abrazándome. El otro se acercó y me ordenó: "Abre la boca lo más que puedas". Le obedecí y entonces le vi introducirme en ella lo que a mí me pareció un pequeñito azadón: cosas de niño de campo. Casi al instante empecé a sangrar a base de bien.

  No recuerdo para nada lo que duró aquello. Me veo ahora mismo, saliendo de allí e intentando explicarle a mi madre lo que me habían hecho, pero sin poder articular palabra. Con ella y la enfermera, entramos en otra dependencia donde me pusieron una inyección y, un tiempo después (no sé cuánto) nos fuimos hacia la casa de mis tíos.

  ¡Vaya dos días que pasé! Sólo podía ingerir líquidos. Durante el primero lo vomitaba todo; no había manera de retener nada. Por fin, al segundo superé el problema; sin embargo, nunca, nunca he sentido tanta envidia al ver comer a los demás sin poderlo hacer yo. ¡Cómo se me iban los ojos tras el pan, carne, fruta...! pero estaba totalmente prohibido.

  Al tercer día volvimos al pueblo, y al cuarto, muy temprano, ya me había levantado. Mi madre me dijo que iba a llevar las cabras al ganado público y que la esperara, pero sin comer pan ni nada que se le pareciera. Cuando volvió, me encontró con una rebanada de pan, comiéndomela tranquilamente y tragando con mucho cuidado. No pasó nada, absolutamente nada. ¿Y de la bicicleta? Todavía la estoy esperando.

 

 

 

 

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