sábado, 21 de noviembre de 2009

Educación sexual

  Así, a distancia de muchos años, pienso que X se levantaría aquella mañana "alta", como se decía de las vacas y las perras cuando buscaban anhelantes su momentáneo toro o perro azul o de cualquier otro color. X era una chica de unos 15 o 16 años (digo yo, porque no la recuerdo yendo a la escuela) bien formada y de unos grandes ojos negros.

  Estaba yo, cómo no, en las eras, trillando con mis padres y mi hermano mayor, cuando apareció X. Les pidió a mis padres que si yo podía acompañarla y ayudarle a recoger y transportar leña del Ejido"del lejío" decíamos todos. Como las necesidades de la trilla estaban cubiertas en aquellos momentos, mis padres no pusieron ningún impedimento.

  Nos pusimos en marcha, sin que recuerde en lo más mínimo lo que hablamos durante el camino, no muy largo, pues "El Ejido" se encontraba y se encuentra a poca distancia de las eras.

  Tendría yo en aquel entonces 6 o 7 años, y sabía lo que tenían las mujeres de diferencia con respecto a los hombres en cuanto al sexo de cintura para abajo, por las conversaciones con los chicos mayores (con los que me encantaba ir), por lo que veía continuamente hacer a los perros con las perras, los toros con las vacas, los gatos con las gatas...,  y porque muchas veces me tumbaba allá donde se ponían a cascar a sus anchas las mujeres y yo miraba disimuladamente para arriba. Y como siempre había alguna que no llevaba bragas, les veía hasta el consistorio bendito, o sus peludas "castañas" que diría mi padre. También, claro, porque había visto a niñas hacer sus necesidades. Vamos, lo que se dice educación sexual primitiva, natural y de campo. Incluso, la primera vez que oí hablar de hacerse una paja, pensé que se trataba de introducirse, eso, una paja por el agujero de la pilila. Menos mal que no se me ocurrió experimentarlo.

  Estoy convencido de que si "la primavera la sangre altera", el verano, con el embriagador olor de la hierva seca, el de las mieses en las eras, la paja en el pajar, el grano en el granero y el achicharrante calor es un remolino, un vendaval, una riada de pasiones que hace circular a borbotones la sangre por las venas.

  Llegamos, por fin, al Ejido que estaba cercado por un alambrado, ya que se llevaban allá las vacas del pueblo en diferentes épocas del año. Era un terreno prácticamente plano plagadito de robles. Nos metimos en lo más frondoso; puso una cuerda bien estirada, y comenzamos a buscar ramas secas por el suelo. Cuando tuvimos bastantes, hizo con ellas un haz. Después extendió otra y repetimos la operación. Esta vez el haz era más pequeño, pues lo habría de transportar yo.

  De repente, se volvió hacia mí y me preguntó, así por las buenas:

  -¿Quieres joder?

  -Bueno -dije yo sin saber muy bien qué debía hacer.

  Entonces me pidió que me tumbara en el suelo y que me bajara los pantalones y calzoncillos. Así lo hice. Recuerdo que mi pilila andaba de capa caída. Revivió cuando X me dio unos cuantos masajes. Fue en ese momento en el que la chica se me mostró a cielo abierto de cintura para abajo: tenía pelo, como las mujeres a las que les había visto el chocho. Se tumbó encima de mí, se restregó unas cuantas veces y se levantó. Juro que no experimenté ningún placer. ¿Y ella? No se lo pregunté ni nada me dijo; tan sólo me pidió:

  -No se lo digas a nadie, ¿eh?

  -De acuerdo -le repliqué.

  Y fijaos si soy de fiar que he cumplido mi palabra hasta hoy.

 

 

 

 

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