lunes, 23 de noviembre de 2009

Las golondrinas

  Una pareja de golondrinas, volando rápida y elegantemente en paralelo, penetró en la iglesia mientras el tío Felipe, el sacristán, dirigía el "Via Crucis". Todos seguimos su vuelo, espectantes y, a buen seguro pensando en lo que siempre habíamos escuchado, que las golondrinas eran aves sagradas porque habían arrancado las espinas de la corona que los judíos colocaran en la cabeza, como burla, a Nuestro Señor Jesucristo. Por tanto, debíamos respetarlas, así como sus nidos.

  No tengo ni la más remota idea en qué se basa ni de dónde surgió esta leyenda; lo que sí sé es que es un pájaro beneficioso por su eficiente limpia de insectos, los cuales forman parte de su alimentación, y quizá por eso se nos indujera a respetarlas. Sin embargo, nada más lejos de la realidad: estaban en el punto de mira de los tiragomas de los niños, entre ellos, yo mismo.

  Durante las tres vueltas que dieron a la iglesia, nadie dijo ni hizo nada. Acabada la tercera, abandonaron la misma por donde habían entrado: por la puerta.

  Aquella Semana Santa la recuerdo especialmente por tres diferentes motivos:

  1. El Domingo de Ramos fue un día espléndido de sol. Prácticamente todo el pueblo acudió a la misa a recoger sus ramos bendecidos y que, posteriormente, lucirían en balcones o ventanas de las casas. Se me quedó grabado, quizá por lo bien que se adecuaba el día, con su luminosidad y colorido, a la gloriosa entrada de Jesús en Jerusalén y que en él se conmemora.

  2. El Jueves Santo doce chicos de la escuela, yo entre ellos, hicimos de apóstoles. Nos vistieron con unas preciosas túnicas (ignoro de dónde salieron porque no las volví a ver más) y nos fuimos a la iglesia en la que don Daniel, el cura, imitando a Jesús nos lavó los pies. Bueno, uno sólo a cada uno de los doce apostolitos. Por cierto que todos nos los habíamos lavado y requetelavado anteriormente. Recuerdo que don Eugenio, el maestro, me dijo que yo haría de San Andrés. Supongo que mi hermano (no me acuerdo) sería San Pedro, digo yo. Lástima no haber tenido a mano una cámara fotográfica; pero, claro, en aquella época tan sólo había una en el pueblo, la de la Antonia, que la tendría bien guardadita.

  3. Finalizada aquella Semana Santa, pasaba yo por detrás de la casa de don Luis con mi inseparable tiragomas colgado al cuello, cuando vi que, posadas tranquilamente en los cables de la corriente eléctrica situados justo por debajo del alero del tejado, unas cuantas golondrinas ofrecían un verdadero concierto de canto a capella, que no me gusta en absoluto, dicho sea de paso (el canto de las golondrinas, claro).

  Muchas veces había ejercitado yo mi puntería tirando a los nidos, laboriosa y maravillosamente construidos. Como los hacían en los aleros, aprovechaba, como otros niños, el momento en que no hubiera nadie en la casa, para apedrearlos. Alguna vez rompimos el cristal de alguna ventana. Entonces ¡patas pa qué os quiero!

  En esa ocasión (por primera y última vez) acerté de pleno. Me saqué del cuello el tiragomas, puse una buena china (siempre llevaba alguna en el bolsillo) y sin apuntar a ninguna en concreto, estiré las gomas y... ¡pumba! Le aticé a una de ellas que cayó al suelo revoloteando, mientras las otras salían de estampida. La cogí y arreando para casa. Le pasé la golondrina a mi hermana y fui a toda prisa a buscar una jaula (mi maldita costumbre de ejercer de carcelero y alimentar mi exacerbado sentimiento de propiedad). Menos mal (para la golondrina, claro) que al introducirla en la jaula, mi hermana no sé qué hizo, pero el caso es que el pájaro voló, voló y voló.

  En la actualidad me fastidia mucho ver a cualquier pájaro en una jaula. ¡Viva la libertad pajaril, y humana también!

 

 

 

 

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