martes, 29 de marzo de 2011

¡Vaya marcha llevamos!

  ¡Vaya marcha llevamos!

 

  Cuando uno se empeña en remover con el mando a distancia, a mucha distancia aquellos rescolditos de la lumbre de los años de nuestra infancia y adolescencia, corre el riesgo  de  convertir, como es mi caso últimamente,  estas humildes hojas virtuales o reales en una especie de esquelas o notas necrológicas. Hoy le ha tocado el turno a Lola.

  Ayer supe que, a causa de la misma enfermedad que se llevó a su hermano Alberto hace años y de la que trata de alejarse alguien más de su familia, nos ha dejado en este valle de risas y lágrimas a sus ¿65 años? También me comentaron que ya este verano, cuando tuve una mínima conversación con ella (supongo que preñada de tópicos puesto que no me acuerdo de nada de lo que nos dijimos) ya llevaba grabada la fecha de caducidad, aunque parece ser que se ha adelantado algunos meses.

  Una vez más, estos acontecimientos me retrotraen a la década de los 50 invitándome a remover las cenizas en busca de esas mortecinas ascuitas en las que, cómo no, he localizado, sin dificultades a la Lola, y siempre durante los meses de julio y agosto, ya que, al igual que otras cinco  o seis familias más, venían a veranear al pueblo, en su caso desde Madrid.

  En efecto; durante aquellos veranos de mi infancia, unas pocas familias procedentes de diferentes capitales españolas y en algunos casos oriundos del pueblo) acudían a éste a pasar las vacaciones, cuyas casas, al menos exteriormente, sin duda eran las mejores del pueblo.

  Para los chicos y chicas, su llegada suponía una atractiva novedad.

  -Ya han venido los del Arco -decía alegremente alguien.

  -También los de don Luis -replicaba otro.

  -Y las del Marianito -afirmaba un tercero.

  -Pues, según oí a mi padre el otro día, los Madrileños estarán aquí mañana.

  -Y el "Niñocaca", ¿ha venido ya? -interrogaba uno.

  Sí, respondía otro-. Estuve ayer con él en el frontón, mientras nos enseñaba a unos cuántos (con su acento de madrileño chulapón) un avión que con su correspondiente mando intentaba hacer volar, y otra cosa consistente en una base de hierro a la que estaban enganchadas tres pelotas para jugar con raquetas. ¡Ah¡, claro, y allí tenía su bicicleta de señorita.

  Las relaciones entre los chicos y chicas del pueblo con los "veraneantes" venían marcadas por ciertos aires de superioridad por parte de los capitalinos que, siempre que pudieran ir y jugar con los otros veraneantes, si no evitaban, sí al menos marginaban a los del pueblo. No obstante, eran muchos y variados los juegos y aventuras compartidos entre los forasteros y los del pueblo, así como distinto era el nivel de acercamiento, según la distancia que marcaban la sencillez o estiramiento de la familia por un lado, y del chico o chica por el suyo. Los del Arco eran bastante próximos. Más de una vez vi jugar a las tres menores (entre las que estaba Lola) muy amigablemente con las chicas del pueblo, cosa que nunca vi hacer a aquellas otras tres que siempre iban vestidas igual, como si las llevaran uniformadas. Sin embargo, sus hermanos, ambos uniformados también, tenían mucha más relación con los del pueblo. A propósito de las tres uniformadas, un día que asomé por la callejuela entre su casa y la del  Juan Pedro, me di de manos a boca con la pequeña de ellas que en aquel tiempo era, por lo menos para mí, la más guapa de las tres y menor que yo. Al verme, ignoro el motivo, salió corriendo. Yo, como suelen hacer los perros con los que tienen miedo y echan a correr, inicié una mínima persecución, que dejé a los pocos pasos. Por lo visto, recurrió la niña a la primera veraneante que se encontró y que resultó ser la "muhinita", chica que me doblaba la edad, la cual, poniéndose en jarras me retó:

  -¡Atrévete a pegarle!

 Me quedé petrificado. La miré de medio lao durante unos segundos, y me fui, no sé si con el rabo entre las piernas o asombrado porque no había tenido nunca la intención de hacer tal cosa con esa niña, sino la de asustarla, simplemente.

  A la Lola, la veo rubia, con caderitas redondeadas y con mirada un tanto rara, a mi ver, y que se debía a que era algo bizquilla. Pero, no, no encuentro ninguna foto concreta en mi memoria, está allá abajo, en los alrededores de su casa, enmarañada entre sus hermanas, su madre, Alberto, otras chicas... obailando los días de la fiesta.

  Nunca entré en su casa, tan sólo alguna vez a la cochera y la huerta, sobre todo cuando ya se habían marchado, para robar alguna manzana o pera de los árboles que regalaban no muy abundantemente su fruto aguantando los rigores del clima. Y es que, al contrario que los del pueblo que practicaban a diario la política de "puertas abiertas", todos ellos mantenían permanentemente cerradas las de sus casas a las que los pueblerinos, por timidez, respeto o por lo que fuera, no osábamos ni hacer mención de entrar, pues no se nos invitaba a ello.

  Lola: No sé cómo serán las cosas por allá; pero si nos encontráramos al final de mi último viaje, espero que aprovechemos la oportunidad para hablar mucho más de lo que por aquí lo hicimos.

  ¡Feliz estancia¡, y espérame muchos años, siempre y cuando yo me encuentre disfrutando de una aceptable calidad de vida por estos lares.

 

 

 
 

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