domingo, 29 de diciembre de 2013

Yo me confieso a vos

  Yo me confieso a vos

 

  Acabo de oír hace un ratito por enésima vez aquello de que los niños son muy crueles y, por añadidura, egoístas. Inmediatamente, como si nuestra infancia fuera un cajón sin fondo en el que se esconden los instintos, pensamientos y sentimientos básicos de las personas, unos cuantos recuerdos de la mía, focalizados exclusivamente en el trato con animales, se han hecho visibles y me han solicitado a voces que los pusiera aquí para mi vergüenza. Justo es, no obstante, reconocer que no sólo, durante esos años y en todo niño, afloran los anteriormente citados, sino también muchos de desprendimiento, generosidad y bondad.

  No acabo de oírlo, pero se ha afirmado en multitud de ocasiones que nadie ha estimado, ha querido menos a los animales que quien más los necesitaba: las gentes del campo, de los pueblos. Cosa ciertamente matizable, discutible e incluso falsa. Lo que sucede es que en los cerdos, las vacas, los perros, las gallinas, los conejos, las ovejas, las cabras, etc. esas gentes lo que valoraban primordialmente era su utilidad, ya fuera como alimento o como imprescindibles elementos para la realización de las diferentes y cotidianas tareas propias del ámbito rural. Ahora bien, una cosa es eso, y otra la crueldad gratuita y perversa practicada tanto con bichos o animales considerados dañinos como con los útiles y que no sólo he visto sino colaborado en ello y de lo que me arrepiento profundamente entonando mi exclusivo yo pecador.

  -Yo me confieso a vos de haber cortado las colas a lagartijas para ver como éstas seguían moviéndose desprendidas de sus respectivos cuerpos.

  -Yo me confieso a vos de haber cazado grillos y, enfrentados, provocar y contemplar -sorprendido pero sin remordimiento alguno- cómo se entrelazaban y devoraban mutuamente.

  -Yo me confieso a vos de que, tras haber atrapado tábanos, introducirles una paja por el culo y echarlos a volar. Asimismo de haber visto practicar impasiblemente la misma operación con una rana e hincharla soplando por la paja hasta su liberadora muerte.

  -Yo me confieso a vos de haber contribuido a desliar a más de un perro y una perra que, siguiendo sus más naturales y placenteros instintos, chingaban libremente allá donde les venía bien. Incluso, por más señas, recuerdo una ocasión en la que, en la escuela de las chicas, pedí a la maestra "¿puedo ir a hacer una necesidad?" Mi necesidad no era otra que la de desliar a una pareja de perros que había visto por una de las ventanas. Y ya metidos en harina, me viene a la memoria otra en la que, hostigados por varios chicos y entre las generales risas, la pareja no podía desliarse, arrastrándose mutuamente, cada uno mirando para un lado, en un vaivén semejante al juego de estirar de la cuerda dos enfrentados grupos de chicos.

  -Yo me confieso a vos de haber colaborado, aunque con un solo estacazo, en el martirio llevado a cabo con una perra vieja del tío Leoncio, entregada a unos chicos por alguien de esa familia, para ser liquidada. Fueron tantas y de tal jaez las perrerías, que cada vez que rememoro aquel acontecimiento, me entran escalofríos. He aquí algunas de ellas.

  Puesto un bozal, atada una hojalata al rabo fue acosada y perseguida hasta casi la extenuación. Después, se la metió en un saco (no era muy grande) con un gato viejo para que se pelearan. Y arrastrándolo con la gruñente carga dentro y a golpes de palos y garrotes, se les sumergió en las aguas del Chorlón. Tras el baño y percibiendo que todavía estaban vivos, se desató el saco, se abandonó el gato medio muerto a su suerte, se ató al cuello de la perra una cuerda, y tirando de ella, a rastras y a palos se la condujo hasta el árbol más próximo, donde se la colgó entre el vaivén de garrotazos, uno de los cuales fue mío. Fue mi única contribución al martirio. Lo prometo.

  Lo curioso de tan cruel experiencia es que, una vez determinada la muerte de la perra, se la descolgó y abandonando el Morredondo o Gólgota, dejando en el suelo el inerte cuerpo, nos marchamos sin remordimientos. Mas, para nuestra morrocotuda sorpresa, al cabo de unos días y como si de Jesucristo se tratara, la perra apareció vivita y coleando, pero eso sí, con una pata, concretamente la izquierda de atrás, absolutamente inmovilizada e inútil para los restos. Murió de vieja.

  -Yo me confieso a vos de haber cumplido varias veces, dando pocas muestras de pena o lástima, las órdenes de los mayores de llevar a ahogar al Arroyo o al Chorlón las crías de perros y gatos. Y es que parían mucho y muchas, por tanto había que eliminarlas.

  -Yo me confieso a vos de haber dado la pedrada de gracia al abanto herido en un ala por sabe Dios quién y exhibido en la plaza del ayuntamiento con el pico fuertemente ligado con un alambre y que pusieron a disposición de los chicos para hacer con él lo que estimaran oportuno, que es tanto como exponerlo a ser martirizado. De este hecho creo que queda en algún cajón testimonio fotográfico. Se le corrió a palos y pedradas por todo el pueblo, hasta llegar a la esquina del huerto de mi tío Casimiro, donde perdió definitivamente su vida al acertarle yo con una piedra en plena pechuga.

  -Yo me confieso a vos de perseguir a horcazo vivo a los ratoncillos que corrían desaforadamente después de haber levantado los últimos fajos de cereales de las hacinas, bien en las piezas o en las eras.

  -Yo me confieso a vos de haber cazado con liga o con cepos pajarillos para meterlos en la jaula si cantaban o en el estómago si eran comestibles.

  -Yo me confieso a vos de haber ido a buscar nidos de aves consideradas dañinas para matar las crías o romper los huevos, lo cual no sólo era legal sino incluso pagado por el municipio. También estaba contemplada la zorra.

  -Yo me confieso a vos de haber deshecho a patadas o más suavemente los organizadísimos hormigueros y contemplar divertido el caos entre sus hacendosos habitantes.

  -Yo, en fin y en un panorámico vistazo, me confieso a vos de haber experimentado una positiva transformación a medida que me alejaba de ese trato cotidiano con el mundo animal del campo, cambiándolo por el humano de la ciudad, donde también he podido contemplar, colaborar y ser cómplice en las diarias, gratuitas y perversas crueldades llevadas a cabo por el hombre, no ya con animales, sino -lo que es mucho peor- con sus propios congéneres. Y es que, amigos míos, el hombre, en el campo o en la ciudad, demuestra ser el más cruel y perverso de los animales de la creación. No en balde se cuenta que -no recuerdo si en un zoo o en un itinerante espectáculo- encima de la cortina de una puerta podía leerse el siguiente reclamo:

  "¡Pasen y vean al más feroz y cruel de todos los animales"!

  Al entrar en el aposento, frente a la puerta aparecía un espejo.

 

 

 

1 comentario:

El Tito Carlos dijo...

La verdad es que un poco animales ya lo erais.