martes, 3 de enero de 2012

Vuelos de Conocimiento y Reconocimiento

  Vuelos de Conocimiento y Reconocimiento

 

  ¿Dónde estaban y a qué se dedicaban aquel día los demás de la familia? ¡Sabe Dios! Yo, con mi madre, iniciando otro vuelo más de conocimiento y reconocimiento camino de la poza arriba, pasando por las eras de nuestro barrio, dejando atrás la cruz (a la izquierda el cementerio) hasta llegar a un chozo de pastor medio derruido y situado en lo alto de una pequeña ladera que descendía hasta el cauce o lecho de uno de los arroyos, regatos o torrenteras por los que discurrían hasta el pantano las aguas procedentes del deshielo de las endurecidas nieves invernales de la cercana Cuesta, pero que durante el verano estaban prácticamente secos. ¿Que íbamos a hacer nosotros allí? Simplemente vigilar que ninguna vaca del ganado del pueblo, encerrado más abajo en el alambrado del Ejido , decidiera aventurarse por aquella zona (que yo pisaba por primera vez ) y que libre de tal barrera, le posibilitaba ascender hasta el Reajo y un poco más arriba, a la carretera.

  En tanto que mi madre buscaba el punto más adecuado donde establecer su centro de operaciones, yo regresé hasta el chozo, en el que, por supuesto, entré a pesar de sus insistentes recomendaciones de no hacerlo, porque, dado el estado ruinoso del mismo, existía el riesgo de que se derrumbara y me pillase debajo o que alguna culebra o cualquier otro peligroso bicho escondido dentro no tuviera otra cosa mejor que hacer que causarme algún daño. Pero ni uno solo vi ni el techo se me vino encima.

  Al principio, con cierto temor, miré desde el hueco de la puerta. La luz que se filtraba por entre las numerosas grietas del armazón de palos, cañas y ramas con que estaba construido, permitía ver el interior con bastante claridad.

  "¡Bah!, exclamé; pero si no hay nada".

  Después, por si se me hubiera escapado algún detalle, penetré en aquel redondeado y reducido espacio y deslicé una atenta mirada en derredor. ¡Nada, ni una triste piedra para sentarse! ¡A saber cuándo habría prestado refugio por última vez a alguna persona! Seguramente, años. Al no ver ningún agujero redondo en lo que podría llamarse techo, ni vestigios de piedras a modo de hogar, ni un sólo indicio de haberse encendido fuego, pensé que aquel chozo sin alma se habría construido fundamentalmente para refugio en días de lluvia o tormentas. Pero, ¡por qué estaba dejado de la mano de Dios y del hombre si seguía lloviendo y habiendo tormentas?

  Lo abandoné sin más y me dirigí donde estaba mi madre, a la que hallé sentada en un pintiparado tronco que por allí había encontrado. Sobre una mantita extendida en el suelo estaban diseminados, no precisamente alimentos, sino utensilios de costura, un ovillo de lana, retales y algunas prendas de vestir, extraídas de la cesta o capazo que había acarreado desde casa sin que yo la hubiera interrogado acerca de su contenido. Evidentemente, como tantas y tantas mujeres de aquellos tiempos y aquellos pueblos de España que cobijaban bajo sus alas a varios polluelos en régimen de algo más que parecido a la economía de subsistencia, robaba tiempo al tiempo y multiplicaba esfuerzos y recursos.

  Mientras ella zurcía, cosía, hacía punto, y además vigilaba, yo saltaba de acá para allá cual cabra loca, fijando en mi memoria el nuevo paraje del pueblo y liado a pedradas con pájaros o cualquier bicho que se atravesara en mis cortos vuelos. Porque, efectivamente, no me alejaba demasiado de ella. Y es que, durante los casi nueve años en que fui acumulando imágenes de gentes y paisajes de mi pueblo, era como un pajarito que, acompañado de otros, iguales o mayores, volaba en cualquier dirección, ampliando un poco más cada día ese radio cuyo punto de partida era nuestro nido familiar y cuya circunferencia iba haciéndose más y más grande y mejor conocida. Sin embargo, bastantes lugares quedaron sin registrar, pero no así los rostros de todos y cada uno de los habitantes del pueblo que, por  no ser muchos, cabían holgadamente en mi memoria en vías de desarrollo .

  La última persona que conocí fue el tío Juan El Palomo. La imagen que guardo es la de un señor muy mayor (o al menos eso me pareció) que no recordaba haber visto nunca por el pueblo. Tenía unas largas barbas de chivo que metían miedo y cubría las espaldas con una manta de esas que solían llevar los pastores La tarde que lo divisé desde lejos doblar la esquina y dirigirse decididamente hacia la casa de la tía "Vitorina", que según me desvelaron mis padres poco después, era su mujer.

  ¡Qué esclava vida la del pastor de aquellos tiempos! El tío Juan, como tantos otros pastores, en soledad apacentaba día tras día sus ovejas, las cuales de domingos y días de fiesta nunca han sabido ni entendido; por tanto, al campo cada día y a casa cada noche. ¿Cómo iba yo a conocerlo si no se había cruzado conmigo en ninguno de mis cortos vuelos por el pueblo y sus términos?

  Y termino ya. Aquel día volví solo a casa. En una de esas idas y vueltas, observé cómo mi madre recogía apresuradamente la costura, la guardaba y se dirigía hacia una vaca que, seguida de su ternerito, pretendía cruzar el paso vedado. Me preguntó a gritos si sabía regresar solo a casa. Respondí muy seguro que sí y, entonces, me ordenó:

  -Anda, vete corriendo ahora mismo a casa. Yo llevo la vaca y el ternero al ganado y desde allí me iré también, que ya es tarde.

  No me lo hice repetir. Archivados paraje y camino,, emprendí el regreso al nido.

 

 
 
 

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