martes, 2 de febrero de 2010

Arreando pa fuera

Yo ya no estaba en casa cuando, al igual que tantos otros pueblos de los alrededores, el nuestro se incorporó a aquella diáspora, éxodo o como se llame que se produjo durante los años 60 en busca de un trabajo más seguro, mejor remunerado y con posibilidades de horizontes más abiertos. Tú, querido hermano F, también formaste parte de esas gentes que emigraron a diferentes ciudades.
Unos vecinos (ya en plena dispersión y vendida su casa) supieron de un puesto de trabajo en la ciudad donde ellos residían. Se lo comunicaron a nuestros padres por si estaban interesados en que lo pudieras ocupar tú. A pesar de que eras muy jovencito, recién salido de la escuela como quien dice, con el beneplácito de los padres, allá te fuiste echando leches, porque de una lechería se trataba. Además, la cercanía de esos vecinos fue decisiva, pues producía un alto grado de tranquilidad y seguridad, tanto a ti como a los padres.
Desde entonces, qué pocos días al año compartimos! Sin embargo, por mi parte y tal como ya he dicho en algún otro de estos escritos, la lejanía y esos pocos días de relación en carne y hueso, en lugar de debilitar, fortalecieron esos lazos de fraternidad. Todavía recuerdo cómo lloraba en cierta ocasión en que te acompañamos a la estación del ferrocarril del pueblo para coger el tren que te llevaría de nuevo al tajo. Cuando desde la puerta del vagón y ya a punto de arrancar el tren nos decías adiós, rompí a llorar sin poderme contener.
En ese mismo lugar, la estación, tuvo lugar otro hecho que demuestra ese amor fraternal y la ilusión por encontrarnos de nuevo. Habíamos ido a esperarte sin la certeza de que vendrías ese día (eran las vísperas de la fiesta). Cuando se detuvo el tren, nuestra ilusión, nuestras ansias de verte nos llevó a confundirte con otro joven que todos los años venía a pasar unos cuantos días con sus familiares y al que, años atrás, vi a la madre estirarle las orejas arrinconado contra la pared de la fachada de la escuela de las chicas, porque -no recuerdo bien- lo que os había hecho a ti a a E. ¿Os había mordido un dedo o algo así?
Lo que sí me muerde la memoria es que, como le tenía miedo al maestro, no quería ir a la escuela si no ibas tú: me sentía más seguro, más protegido a pesar de que nada podías hacer si por cualquier razón o motivo me cascaba la gorra el bueno de don Eugenio. Por eso, un día en que estabais enfermos tú, E y no sé si alguno más, cuando vino la madre a despertarme para ir a la escuela, al decirle que yo estaba también enfermo, que me dolía la garganta al tragar, no se lo creyó, aunque me dejó en la cama.
Cuando vino el médico y fue pasando, como si de un hospital se tratara, de enfermo en enfermo, la madre le dijo a don Leopoldo:
-Y ahora éste, que no sé si es cuento o no lo que tiene.
-Veamos -dijo él con una cuchara en la mano-. Abre la boca.
Después me puso el termómetro, y cuando lo retiró y comprobó la temperatura que tenía, le dijo a mi madre:
-éste es el que peor está.
Y, efectivamente; tuve muchísima fiebre, llegando a alucinar. Tengo clavada en la mente la imagen de una campana que penetraba por la puerta haciéndose cada vez más grande hasta ocupar la habitación por entero conmigo dentro. Luego comenzaba a reducirse impidiéndome respirar. Entonces yo gritaba y gritaba incorporado en la cama.
No incorporado, precisamente, sino más bien tendido sobre el cuello y con más miedo que otra cosa, te vi montado a pelo en la Chata, la yegua que tuvimos. La imagen está grabada cuando cruzabais un pequeño barranco -tengo la sensación de que era cerca de Cañalospozos-. Yo había ido con el padre, lo mismo que otros del pueblo, porque creo que se trasladaban las yeguas de un lugar a otro. Tú tenías miedo de que el padre te viera. Sí te vio, como yo, pero no te riñó a pesar de tu imprudencia; supongo que porque no pasó nada. Lo que no supe nunca es de quién o de qué tenías más miedo, si del padre o de caer de la Chata.
Pasar, lo que se dice pasar cuando al regresar de la mili viniste a visitarme al colegio donde estaba, fue que me sentí tremendamente contento y orgulloso mientras nos contabas a mí y a mis compañeros cosas del Sahara y su capital, así como de la mili.
Y en la mili, en esta ciudad, en esta otra... ¿Cuántas cartas recibiste mías y escritas con aquella pequeña Hispano Olivetti que me regalaste prácticamente con tus primeros ahorros? No puedes ni siquiera imaginarte la cantidad de ratos que me pasé escribiendo cartas y muchas tonterías por el mero hecho de escribir.
Y ya que de escribir se trata, deja que por escrito dé testimonio de las dos fotos tuyas que conservo aquí dentro: una, la imagen de una foto en la que estabas trillando, subido en un trillo arrastrado no sé por qué yunta de vacas, con la aguijada en la mano y más chulo que un ocho. La otra, la última, sí, la última mientras caminamos con otros chicos hacia el pantano un miércoles 31 de agosto de 1960.