jueves, 28 de enero de 2010

Golpes, impresiones y berrinche

  Pues sí, querida hermana E. apenas acabada la escuela tuviste que marchar de casa, así como F a fin de labraros un futuro. Para mí la lejanía, en lugar de debilitar mi afecto y cariño, lo fortaleció. ¡Con qué ilusión esperaba que vinierais a casa a pasar algunos días de las navidades o del verano, generalmente los de la fiesta! Por cierto que no tengo muy clara la imagen, pero sí el recuerdo de que no me gustó nada el vestido ni el cinturón que estrenaste en una de las fiestas de la Virgen de Agosto. Aunque no sé por qué, pero me da la sensación de que durante esas mismas fiestas no llevabas las gafas; y para mí estabas más guapa con ellas que sin ellas; por tanto, quizá el conjunto me dejó grabada esa impresión.

  Sí, de impresión fue la caída provocada por X al empujarte -me parece- cuando estabas dudando si saltar o no desde el camarote del pajar de su casa, tal como solíamos hacer cuando triscábamos la paja. Supongo que habría muy poca, porque al apoyar las manos para evitar el golpe, se te dislocaron las muñecas. Lo pasaste muy mal, y sobre todo cuando ibas a casa del tío Luciano a que te las sobara.: tenía fama de ser un -digamos- buen quiromasajista.

  Y de impresión fue también el golpe que te di con el filo de la azada en la cabeza. Recuerdo perfectamente que fue en el camino de San Andrés, un poquito más adelante de la ermita y en el lado izquierdo según se va hacia la carretera. Tú te agachaste a coger, no sé si unas florecillas o unos frutos un instante antes de que yo las fuera a arrancar con la azada. La brecha fue considerable. Yo no me atrevía a volver a casa.

  No sé si la madre me atizó o no; pero sí lo hizo, algún año después, con un par de buenas bofetadas cuando te rompí las gafas, creo que al intentar darte yo, a mi vez, una a ti, ¡vaya usted a saber por qué!

  Como una bofetada te sentó (y a mí también, cuando X, el mismo que te empujó, te engañó de malas maneras. Yo lo veía venir, pero..., El caso es que un poco después de "la corta" cogimos de la leñera de delante de casa una rama adecuada al jueguecito, y mientras uno se ponía de pie sobre la parte menuda, el otro tiraba del tronco cual animal, transportándolo alrededor de la leñera. El acuerdo era que primero lo llevarías tú y después él: yo era un mero espectador. Una vez acabada la vuelta, saltó de la rama, y diciendo no sé qué, se largó dejándote con las ganas.

  Como con las ganas nos quedamos de que colgara de la viga del portal la jaula en la que trajiste una golondrina coreana que te habían regalado. Abriste la portezuela -no recuerdo para qué-, pero el hecho fue que el pajarito voló, voló y voló, al igual que aquella otra (esta vez española) y a la que, después de sus recientes vacaciones invernales, le pegué una pedrada mientras cantaba alegremente bajo el alero de la casa de don Luis y que puso alas en polvorosa cuando la íbamos a introducir en su prisión.

  ¿No me digas que te acuerdas del tremendo e injustificado berrinche que agarré cuando para hacernos una foto del "carné de familia numerosa" te pusiste un jersey mío que me habían comprado hacía unos días? A mí me da mucha vergüenza recordarlo: ¡vaya chiquillada plena de egoísmo! No había manera de que me entrara en la sesera, por mucho que se esforzara la madre, que sólo te lo pondrías para la foto y que por eso no iba a dejar de ser mío. La verdad, es difícil comprender qué pasa por nuestra imaginación cuando nos empecinamos tan cerrilmente en cosas como éstas.

  Y cosas como los juegos son las que ahora llaman a la puerta de mi memoria. Te veo saltar habilidosamente a la cuerda con tus compañeras de la escuela cantando y contando. Los chicos aprovechábamos ese juego para verles las bragas a las chicas. También te veo, justo ahora mismito, saltar a la pata coja desplazando el tejo por los cuadros dibujados delante de vuestra escuela, así como jugando a las tabas. ¡Qué destreza y habilidad desplegabais en todos ellos!

  Hablando de bragas, me viene a la memoria una imagen: poyo situado a la izquierda de la puerta del ayuntamiento, cuatro o cinco chicas sentadas y en frente unos cuantos chicos mirando. Uno de ellos exclama: "¡Te veo las bragas, te veo las bragas¡" A lo que, primero una y luego casi a coro, todas contestando: "Verás el telón, pero no la función; verás el telón, pero no la función".

  Y la función sigue, porque todavía me quedan fotos por mostrar y que un tanto descoloridas se hallan bien guardadas en el incompleto álbum de mis recuerdos.

 

 

 

miércoles, 27 de enero de 2010

Golpe a golpe

  No cabe ninguna duda: los tres más guapos de casa erais los tres más pequeños. A ti, querido hermano C, te recuerdo como en un cuadro, repeinado ese cabello espléndidamente rizado, caminando siempre muy tieso, agitanado y chulillo.

  Aún me acuerdo de aquel juego que te traías con tu nombre y el del padre cuando te preguntaban: "Y tú, chiquito, ¿Cómo te llamas?" "Como mi padre" -respondías de inmediato-. Y a la siguiente y lógica pregunta de "¿Y cómo se llama tu padre?", invariablemente contestabas: "Como yo". Y así repetidas veces.

  No obstante ese cuadro, y hablando de pelo, ¡vaya corte que os enjaretó aquel día la madre a ti y a Á! Os dejó las cabezas prácticamente "mondas y lirondas" que diría ella, pues tan sólo lucíais un gracioso y mínimo flequillo, lo demás, al cero. Regresábamos ese día (no sé si F y E también) con el padre de pasar la jornada allá por la presa del pantano donde se habían desarrollado una serie de actividades festivo-deportivas (ni idea quién las había programado) y tampoco el día exacto, aunque podría haber sido el 18 de julio. Pues bien, cerca de casa, concretamente en la calle de Abajo entre la escuela de las chicas y la casa del tío Pío, os vimos aparecer con ese corte de pelo que nos hizo sonreír abiertamente.

  Y ya que hablo de tal parte del cuerpo, tengo que decirte que sí, que te vi caer de cabeza del poyo del frontón a la calle de detrás de nuestra casa. Muchos dolores de cabeza te produjo tal golpe, y también, aunque de otro tipo, a los padres. Pero al fin, aquí estás, eso sí, con esos nervios que no te dejan engordar, que diría la madre.

  Y si de golpes hablamos, el que te diste (otra vez en la cabeza) cuando fuiste a comprar tabaco a un pueblo cercano con la bici, fue de órdago a la grande. Ahí sí que estuviste a punto de espicharlas al salir despedido porque se desprendió la dinamo y frenó de súbito la rueda delantera –creo recordar-. Yo estaba interno en un colegio de la capital del imperio, y aunque, por aquel entonces, fue a visitarme el cura del pueblo, no me informó del hecho: la madre se encargó de explicármelo con pelos y señales en una carta. En aquella época andaba yo, si no místico perdido, sí al menos en muy buen trato con la religión, así que, acabada de leer, me fui con lágrimas en los ojos, a la capilla para dar gracias a Dios y a la Procesión Divina porque todo hubiera quedado en un susto, pero ¡qué susto, Dios mío!

  Sin embargo, aquí no hay más remedio que dar las gracias (casi más que a Dios) al primo cura, ése del que decía el padre que era el único cura bueno que conocía. Que era y es bueno como el pan, nadie lo puede negar, porque lo es, ¡vive Dios! Gracias a él, como quien dice, estás aquí. Cuando pasaba por allí con el coche, se detuvo (como Dios manda y la santa madre Iglesia nos enseña), te reconoció y te atendió, buscando, además, los medios para que pudieras recuperarte, no como X que quería huir del lugar del suceso por miedo a que le echaran las culpas.

  Sigamos con los golpes. ¿Te acuerdas del puñetazo que le endiñaste al jote cuando te sacudió con la cabeza en el culo mientras limpiabas la cuadra? ¡Qué mala suerte tuviste! Mira que dárselo en uno de sus duros huesos. Cuando llegaste a la cocina, traías la mano como un boto. También en esta ocasión estaba yo lejos de casa, ¡a saber en qué colegio! Ahora fue nuestro hermano Á quien me lo contó -y aún lo cuenta muchas veces, tronchándose de risa-. Lo mismo que tu duro enfrentamiento con el macho cabrío. ¿Lo contamos?

  Bajabais los tres hermanos pequeños por la calle de la Iglesia hacia casa, cuando visteis al macho cabrío dentro del "portegao" de la iglesia, y recordando tú que teníais cuentas pendientes porque un día se te pingó con malísimas intenciones poniéndote en fuga, no te lo pensaste dos veces. Lo encerraste dentro y seguisteis hacia casa. Buscaste un buen garrote, y empuñándolo, volviste hacia allá con idea de tener con él más que unas palabras.

  Llegaste a una de las puertas del "portegao", la abriste, llamaste al bicho por su nombre, se giró hacia ti y tú, impetuoso como siempre, le lanzaste el garrote sin pensar que te quedabas sin arma de defensa. El macho, entonces, se arrancó cual toro, y tú, patas pa qué os quiero. Al ver que el cabrón se te echaba encima, le hiciste frente agarrándote a sus cuernos y tirando hacia abajo. Es verdad que te dio algún revolcón; pero lograste de nuevo salir corriendo, y él, tenazmente, en tu persecución. Entraste en casa cual cohete y cerraste la puerta con el tiempo justo, pues inmediatamente, a ella se pingó el animal dando golpes, frustrado. Acudió el padre ante el barullo, cogió una horca, y mientras tú le gritabas que no saliera porque lo mataría, la abrió y lo puso en fuga. Desde entonces, supongo que cuando os veíais, a distancia, claro, cruzaríais miradas de inquina, pero sin llegar ni a las manos ni a los cuernos.

 

 

 

sábado, 23 de enero de 2010

Que me traigan a mi hermana

  A la boda de mi madrina (nuestra vecina) fuimos la madre "muy embarazada" de ti, querida hermana P, el padre y yo. Debía ser el mes de septiembre u octubre pues esperaron a casarse una vez acabada la cosecha y, por otra parte, ahora mismito estoy viendo a la madre bajando de la iglesia (después de la ceremonia) gritando con otras mujeres "¡vivan los novios¡" con una barriga tremenda, a punto de reventar como quien dice, y tú, justamente, naciste un 25 de octubre.

  Yo, por decisión propia, fui a la boda el mismo día que se celebraba con M, hermano de la novia, andando de buena mañana (no olvides que se casó en otro pueblo que dista del nuestro unos 8 km.) y el padre y la-madre-y-tú lo hicisteis en el tren. Recuerdo que los tres regresamos al pueblo por la noche también en tren, mientras el padre lo haría andando al día siguiente. Pero, al irnos a dormir, ¡vaya, hombre¡, la llave que abría la puerta de acceso a las habitaciones, se la había quedado el padre.

  Deprisa y corriendo, entre todos preparamos unos lenzuelos y todo aquello que pudimos encontrar para tumbarnos y pasar la noche lo menos incómodamente posible. pero yo tuve suerte: al final dormí en casa de mi madrina con J, otro de sus hermanos, al tiempo que F, E, C, Á y vosotras dos lo hacíais casi en el puro suelo.

  Llegó el día de tu nacimiento. En tanto que en la habitación estabais vosotras, naturalmente, don Leopoldo y un par de mujeres del pueblo como auxiliares, yo merodeaba por la calzada de casa expectante (no me acuerdo si sólo o con alguien más. De pronto te oí llorar, y una gran alegría recorrió mi cuerpo. Poco tiempo después, alguien nos dijo que era una niña. Por cierto, viniste a este mundo un tanto cagona, pues yo creo que durante tu primer día te tuvieron que cambiar tres o cuatro veces.

  Nunca he sabido a ciencia cierta de qué estabas tan enferma cuando eras muy pequeñita (incluso creo que no te ibas sola), pero el caso es que sí sé que la situación fue crítica. Nos veo a todos una noche en la cocina, silenciosos y tristes, mientras la madre pasea contigo en brazos, diciendo: "Se nos va, se nos va se nos va". Alguien fue a buscar a casa de no sé quién unas cataplasmas o algo parecido, que te aplicaron –pienso ahora- en el pecho.

  Después de esa escena, lo único claro que hay en mi mente es que superaste, afortunadamente, esa complicada situación.

  Doy, ahora, un saltito en el tiempo y me sitúo en una clínica: esta vez el que estaba en peligro de emigrar era yo. Cuando en la lejanía alguna persona me preguntaba que qué quería (todos pretendían satisfacer mis más insignificantes deseos) solía decir: "Quiero que me traigan a mi hermana P, quiero que me traigan a mi hermana P"; cosa que solía repetir sin necesidad de que me interrogasen. Tal era el cariño que te tenía, te he tenido y te tengo, ¡sólo faltaba!

  Un poquito más adelante, tú y Á estuvisteis en dos casas de unos maravillosos primos, que, de verdad, os quisieron muchísimo, durante los meses que la madre estuvo conmigo en otra clínica. Fíjate si os quisieron y mimaron que, cuando al cabo de ellos, la madre volvió a casa y vosotros también, tú decías que la madre no era tu madre: te habías olvidado de ella prácticamente.

  Un año y pico después, recuerdo, también perfectamente, que cuando llegué al pueblo para pasar mis vacaciones de verano, acabado mi primer curso entero en un colegio de una lejana provincia, al bajar del tren con qué alegría y cariño caminamos hacia casa de la mano. La otra era para Á y C por turno.

  Y por último, quiero dejar aquí constancia de otro hecho, también complicado y que dio un tremendo susto a los de casa. Yo estaba interno en un colegio; por tanto, me enteré del acontecimiento por una carta, supongo que de la madre) pues me explicaba con todo lujo de detalles el suceso. ¿Te acuerdas tú? Fue cuando te frotaste los ojos con alguna pomada o sustancia y estuviste sin ver alguna que otra hora. Allí, en el jardín de la escuela, ;e decías a la maestra: "Me he quedado como mi hermano C" o algo parecido. Pues no. Otra vez superaste el difícil trance. Como otros tantos a lo largo de tu vida.

 

 

 

lunes, 18 de enero de 2010

Cuatro circunstancias

  La niebla no es espesa en mi mente, sino oscuridad total y absoluta cuando intento, querido hermano Á, recordar el momento en que te caíste de culo en la lumbre, lo cual te obligaría a llevar durante largo tiempo, allá por tus tres años, un babi o vestidito para que la ropa no irritara la zona afectada por el fuego y cicatrizara antes. Sin embargo, qué nítidas son las imágenes de dos circunstancias, también complicadas en tu vida.

  Yo, aquel día, había ido a pescar al pantano con el padre. Llevábamos una sola caña de esas caseras, un taleguito para los peces que, con toda seguridad -según decía él sonriendo-, íbamos a pescar y un bote con el cebo.

  Bajamos hacia el "Prao Nuevo", y cuando llegamos a la orilla del pantano, preparamos la caña, pusimos el cebo en el anzuelo, e hizo un lanzamiento a bastantes metros de distancia. Después, ya sabes, a esperar pendientes del corcho.

  En vista de que lo mejor de la pesca es la ilusión y los preparativos previos (sobre todo cuando ésta es escasa o nula) yo, como no picaban, pronto me cansé y me dediqué a jugar con la arena, hacer pozos, riachuelos y observar algunos bichejos que por allá pululaban. De tanto en tanto, miraba a ver si seguía por allí el padre o si había caído algún pez. Sí, uno cayó. Pero qué decepción al sacarlo: era muy pequeño. No necesitó, como en el cuento, pedirnos que lo devolviéramos al agua.

  El padre, como no encontraba peces que se dejaran engañar, iba cambiando de lugar, desplazándose orilla adelante. De pronto, y transcurrido un tiempo indeterminado, miré y miré para ver dónde estaba, y no lo divisé por ninguna parte. Entonces, decidí caminar un rato por la orilla del pantano, pero como seguía sin dar con él, opté por llamarlo a voces. Al no obtener respuesta, determiné regresar al pueblo.

  Fue al desembocar en la plaza y mirar para casa, cuando vi la vespa de don Leopoldo, en la que ya estabais subidos los tres: El médico, tú y el padre. Llevabas una capa blanca con su caperuza y todo, que cubría tu precioso pelo rubio y rizado.

  Asustado, eché a correr, justo en el momento en que la vespa arrancaba. Pregunté a la madre, que estaba rodeada de vecinas y chicos y chicas, y me dijo que X te había pillado el dedo gordo de una mano con la puerta de hierro de la casa de la tía Enriqueta.

  Al final, aunque un poco mocho y algo rarito, ahí lo has tenido y lo tienes vivito y plenamente operativo.

  La otra circunstancia (quizá tú no la recuerdes) me pilló delante de casa. Creo que por aquel entonces andábamos luchando contra la tos ferina. De repente, te vi venir corriendo hacia casa, a la entrada de la cual y sentada en el poyo estaba cosiendo la madre. Caíste redondo al suelo, prácticamente delante de la puerta en la que casi te dejaron sin dedo. la madre abandonó precipitadamente la costura y fue a toda prisa hacia ti, pues no podías romper a llorar y te quedabas sin aire. Te cogió y agitándote intentaba que no te asfixiaras. Yo, paralizado, contemplaba la escena viendo cómo se te ponía morada la cara. Fueron unos instantes terribles. De pronto, rompiste a llorar y fue desapareciendo poco a poco ese trágico color. de verdad, que pensé que no superabas la crisis. Desde ese momento, siempre que oigo llorar a algún niño o niña y durante algunos instantes se queda "privao" o "encanao" se me acelera el corazón.

  Hay una cuarta situación que yo no viví directamente contigo, pero que me explicó la madre con esa capacidad suya de narrar los acontecimientos. Fue la que tuvo lugar al ir a coger un nido de paloma el el Ejido, ¿lo recuerdas? Al bajar del árbol pusiste el pie encima de un palo que giró y se te dobló el pie, produciéndote un esguince o una luxación, no lo sé con certeza. Llegaste renqueando, casi arrastrándote y con mucho dolor hasta casa.

  Llamó la madre al médico, que en esa época ya no era don Leopoldo, el cual te examinó el pie y te recetó una pomada y que tuvieras el pie levantado, vamos colgado de la viga de la habitación.: eso fue todo.

  La cosa, como cualquier profano en la materia puede fácilmente deducir, no mejoraba. Y justo por esos días vino a casa el veterinario, pues teníamos una cabra con graves problemas. La madre, siempre gran conversadora, le explicó lo que te había pasado. Subió el veterinario, y cómo de huesos y cosas parecidas sabía bastante más que el médico, te dijo que te tumbaras y que aguantaras ya que te iba a hacer bastante daño. Por lo visto, se trataba de encajar algo en su sitio.

  ¡Santo remedio! Como quien dice, al día siguiente ya caminabas estupendamente. Eso sí, os recomendó encarecidamente que no le dijérais absolutamente nada al médico porque si no se le podía caer el pelo al invadir las incompetencias de éste.

  Si ya lo decía el padre: "El número del médico es el 111, porque empieza con uno, sigue con uno y acaba con uno".

 

 

 

 

viernes, 8 de enero de 2010

Valeriano

  ¿Que quién es Valeriano? Pues Valeriano, al que en un principio se le llamó Valeriana, es un gato blanquinegro tan bueno, cariñoso, fiel y cazador como un perro de pura raza.

  En casa siempre había habido, como mínimo, un par de gatos por aquello de preservarla de los más que posibles ratones. Como se había muerto uno de los dos (el que más mala leche tenía) y andábamos buscando un sustituto, dio la casualidad de que la tía Ñoña, una especie de sociedad protectora de gatos, nos informó de que una gata suya había parido hacía unos días y que si deseábamos uno, que fuéramos a su casa cuando quisiéramos que nos lo regalaba. Inmediatamente allí se presentaron mi hermana y hermano más pequeños.

  Tras que si este, que si el otro, que si el de más allá..., el asunto es que, por fin, se pusieron de acuerdo en la elección y, ¡hala!, para casa un nuevo gato que, por supuesto, sería alimentado a base de la consabida leche de cabra. Pero..., ¿y qué nombre le ponemos? Los cuatro hermanos menores, en extraordinaria asamblea, resolvimos darle el nombre del santo del día. Consultamos un calendario-santoral que teníamos colgado en una de las paredes de la cocina, y procedimos a bautizarlo con un poquito de agua en la que habíamos disuelto una pizquita de sal., correspondiéndole el de Valeriano, que fue cambiado instantáneamente por el de Valeriana ya que su anterior dueña nos había dicho que era hembra.

  Tiempo después (imposible determinar cuánto) mi padre nos preguntó: "¿Habéis visto lo que le cuelga al gato?"

  Miramos, comprobamos, y sin que el bicho pusiera el más mínimo inconveniente, fue rebautizado, convirtiéndose para los restos en Valeriano, a cuyo nombre, que significa fuerte, sano robusto, valiente, hizo honor a lo largo de su vida.

  Todavía tengo grabada en mi "rutina" la primera vez en que, mientras tranquila y distraídamente merendaba, sentí que unas afiladas uñas me atrapaban con sumo cuidado uno de los dedos y tiraban de él hacia una pequeña boca en la que unos agudos dientes lo mordían con exquisita suavidad: era el Valeriano que, sentado en la silla vecina, así me pedía que compartiera con él mi merienda.

  En otra ocasión, me desperté por la noche al notar que al estirar las piernas tropezaba con algo pesado que había encima de la cama. Se disparó, entonces, mi adolescente imaginación, haciendo mil y una conjeturas sobre lo que podía ser aquello. Pero pronto se desveló el misterio, pues al mover un poco una de las piernas, oí como, efectivamente, el Valeriano saltaba ágilmente al suelo. Respiré tranquilo. Y a partir de se momento, cada vez que se repetía tal circunstancia, experimentaba cierta agradable sensación: me sentía acompañado, y eso que en casa éramos unos cuantos.

  El Valeriano fue al único gato al que se le permitió danzar a sus anchas por "toda" la casa. Y es que era limpísimo, cariñoso y buen cazador. Incluso, cuando mi padre iba a trabajar, lo seguía cual perro hasta la carretera donde un camión iba recogiendo por diferentes pueblos a todos aquellos que trabajaban -creo recordar- en lo que vulgarmente se conocía como "Montes". Y cuando le dimos por compañero un perro -no sé cuál- su relación fue de una amistad ejemplar.

  De tanto en tanto desaparecía por espacio de algunos días, y cuando regresaba venía escurrido y con marcas de sabe Dios qué batallas con otros gatos en disputa de alguna gata en celo.

  Fueron pasando los años, y Valeriano acabó convirtiéndose en el único y último gato que hubo en casa. A nosotros nos gustaba acariciarlo y a él recibir las caricias, pues ronroneaba de placer tumbado en el halda de cualquiera de los que lo acogían, que éramos prácticamente todos porque poseía otra cualidad más: no era empalagoso.

  Cierto día, alguien advirtió que al pobre le habían salido unos tumores que le afectaban a la vista, pues sus movimientos eran cada vez más lentos y cabeceaba amenudo como intentando disipar las sombras que le debían reducir mucho su campo y agudeza visuales.

  Por fin, a saber quién (aunque supongo que el hermano que mejor a entendido a los animales) nos comentó que ya hacía días que el Valeriano no andaba por casa. Lo buscamos y requetebuscamos, pero nunca logramos dar con él. Parece ser que los gatos (por lo menos los de pueblo) cuando presienten que el fin de su vida se acerca, suelen apartarse para morir en la más estricta soledad y sin molestar a nadie.

  Estoy convencido de que si, según lo que se dice, cuando uno atraviesa los umbrales de la otra vida salen a recibirte familiares que murieron antes a fin de guiarte e introducirte sin sobresaltos en esa nueva dimensión, también saldrán esos animales que formaron parte, ¡y de qué manera!, de nuestros sentimientos más puros en la vida que acabamos de dejar.

 

 

 

 

martes, 5 de enero de 2010

Una jornada invernal

  Hoy, nada más despertarme, me asomo a la ventanita de la habitación del medio donde duermo con alguno de mis hermanos (existen la de fuera y la de dentro, evidentemente) y me quedo un ratito contemplando extasiado ese maravilloso manto blanquísimo que lo ha cubierto todo durante la noche: es la primera gran nevada del invierno. A pesar de ser el pan nuestro de cada año, la recibo con sorpresa, alegría y admiración, es como si la tierra se hubiera vestido de novia o de primera comunión.

  Sin esperar a que me llame mi madre para ir a la escuela, me levanto y visto rápidamente (hace mucho frío), cojo una de las bolsas de agua caliente que nos metemos en la cama por la noche, bajo a la cocina donde, al amor de una buena lumbre, yaestán mis padres y mis hermanos mayores desayunando sus sopas de leche de cabra, y me sumo a ellos.

  Cuando termino, echo en la palangana el agua tibia de la bolsa, me lavo y a renglón seguido me peina mi madre. Luego, mi padre le pide a mi hermano que saque las tres cabras que tenemos y las lleve al ganado, o sea, al lugar donde se juntan todas para que, posteriormente, el cabrero de turno las pastoree durante el día, mientras él se va a la cuadra a soltar a una ternerita que tenemos para que mame antes de hacer lo mismo con las vacas. Hoy, debido a la nevada, las sacarán un poco más tarde, por tanto, serán mis padres los que se encarguen de limpiar las cuadras y llevar las moñigas al muladar, las cuales a su tiempo servirán de abono para la tierra.

  Preparo la cartera, metiendo en ella el primer grado de la Enciclopedia de Álvarez, un estuche con colores, pluma y lapiceros, y un cuaderno. Regresa mi hermano, hace lo propio, así como mi hermana con su cabás, y nos vamos para la escuela, nosotros dos a la de los chicos, que se halla en el otro barrio, y mi hermana a la de las chicas, que está al ladito de casa. Son las diez menos diez.

  Llegamos a ella rasgando algo más el blanco traje de invierno del pueblo y expulsando nubecillas por la boca cada vez que hablamos. La escuela ya está abierta, e incluso alguno de los chicos ya ha izado la bandera. Cuando entramos, un par de ellos están encendiendo la estufa.

  A las diez en punto aparece don Eugenio y comienza a repartir la faena: hoy, después de revisarme unas sumas y restas que tenía de deberes, me toca copiar al cuaderno un texto y al final del mismo dibujar una de las tres caras que me presenta como modelos. Lo de escribir se me da bien, pero lo de dibujar..., un verdadero desastre. La cara que dibujo, por mucho que me esfuerzo, no se parece en nada al modelo.

  El recreo llega justo unos minutos después de que el cocinilla de turno (uno de los chicos más mayores) acaba de dar vueltas a la leche en polvo que en una olla se calienta en la estufa y que se reparte a vaso por alumno. Todavía tengo grabado en el paladar ese horrible sabor, agudizado por los repelentes e inevitables grumos. Lo único bueno de la famosa leche en polvo de los americanos es el momento en que hay que ir a lavar la olla a la fuente, pues a quien le toca, con una u otra excusa, siempre tarda bastante más de lo necesario, con lo que se libra de unos minutos de escuela.

  Durante el recreo, toca, como no podía ser de otra manera, la típica batalla de bolas de nieve y después hacer un par de grandes muñecos.

  En la segunda parte de la mañana hay Geografía e Historia. Yo debo aprenderme dos difíciles lecciones que he de ir a recitarle sin ninguna equivocación ni dudas al maestro. Es curioso, todos estudiamos en voz alta; en consecuencia, para que no te moleste el vecino, tu gritas más que él, y así, la escuela se convierte en un verdadero gallinero.

  ¿Qué lección de Geografía me tengo que aprender? "Los puntos cardinales son cuatro: norte, sur, este y oeste". ¿Y la de Historia? "Los hombres primitivos vivían en cavernas y se vestían con pieles de animales". Tras memorizarlas perfectamente, logro decírselas de corrido y sin la más mínima duda a don Eugenio.

  A la una, con el alegre sonido de la campana de la iglesia que repica por gracia y obra del alguacil-sacristán, finaliza la sesión matinal de la escuela. Nos vamos a comer a casa (hay tiempo hasta las tres). Lo hacemos en la cocina alrededor del hogar y en una mesa en la que se coloca una buena fuente de lo que haya y unas considerables rebanadas de pan. También una rebanada de pan nos llevamos para que, al finalizar la clase de la tarde (a las cinco) lo acompañemos de un trozo de amarillo queso (no sé si también regalo de los americanos) y que, por cierto, está muy bueno, o por lo menos a mí me gusta mucho.

  De tres a cinco tengo sesión de lectura, caligrafía y aprender la tabla de multiplicar del cero y del uno, cantando, como corresponde.

  Poco tiempo hay para estar por la calle puesto que anochece pronto. Entre ir a buscar las vacas, meterlas en la cuadra, hacer lo mismo con las cabras, ordeñarlas, prepararles la comida y ponérsela en sus respectivos pesebres, recoger las gallinas y los huevos que hayan puesto y atender en sus últimos días a los cerdos se pasa el tiempo hasta que, reunidos otra vez todos en torno al amor de la lumbre cada uno se pone a hacer sus deberes que, una vez acabados, dan paso a juegos y cultura popular:

-Con las cartas de la baraja, al burro, al guiñote, a las siete y media, a la puta, al as, dos tres...

  -Al cinto. Uno esconde un cinturón enrollado y los demás lo han de encontrar con la simple orientación de "frío, o caliente".

  -Al parchís o la oca.

  -A los vecinos. Uno dice, por ejemplo, un matrimonio con dos hijos y un zampacorruscos, en el otro barrio (el pueblo está dividido en dos barrios). y los demás tienen que adivinar qué familia es. Extraordinaria forma de conocer a toda la gente del pueblo, sí, señor.

  -A las adivinanzas.

  -También oír a mi madre explicar historias o cuentos, poesías o cualquier chascarrillo (se le da bien, la verdad).

  Hoy nos apetece a todos, como aperitivo de las sopas pardas y el huevo frito que cenaremos, asar unas cuantas patatas introduciéndolas en los dos bujes que limitan por ambos lados la lumbre del hogar y donde se apoyan las rajas de leña. ¡Qué deliciosas están con su piel tostada, abiertas y con su chispita de sal!

  Gracias también a la mano del alguacil-sacristán, suena ahora en la iglesia el toque de oración o de orientación por si alguien se pierde en la noche.

  Cenamos. Acompaño después a mi padre a echarles el último pienso a las vacas, a decirles alguna cosa amable, acariciarlas un tanto temerosamente y... a la cocina de nuevo a preparar las bolsas y botellas de agua caliente e incluso el calentador con ascuas para aliviar la entrada a la fría, pero que muy fría cama. ¡Qué fría cama, pero qué calor de hogar en aquellos tiempos de un matrimonio con seis hijos que, a pesar de lo justito para ir tirando, disfrutaron todos juntos de muchas noches reunidos al amor de la lumbre!