martes, 24 de noviembre de 2009

Dos cambios de lugar

  Ese exacerbado sentimiento de propiedad, al que ya he aludido en algún otro de mis recuerdos, más una indudable ternura que despertaban en mí algunos animales cuando eran muy pequeños (aunque en ocasiones hubiera tenido que llevar al Arroyo o al Chorlón a ahogar a perritos o gatitos) fue lo que me condujo durante mi infancia a dos robos, sustracciones o cambios de lugar, que no son lo mismo, pero se le parecen mucho.

  Subía yo un día por la calle donde se hallaba la casa de "Los Jaboneros" y el casillo en el que metíamos el carro, cuando vi una gallina llueca rodeada de un montón de pollitos de un amarillo precioso y que parecían de juguete. Supuse que eran (y, en efecto, lo eran) de la tía Luisa, que vivía al otro lado de la calle donde tenía un corralito del que debían haber salido por la pequeña hornilla que había en la puerta del mismo.

  Siguiendo uno de esos típicos impulsos míos, aproveché  una distracción de la madre, y cogí dos. Inmediatamente fui al casillo y los introduje en una lata que allí encontré y que, por suerte, era lo suficientemente alta para impedir que pudieran escaparse.

  Estuve contemplándolos  y acariciándolos durante algunos minutos, mientras ellos no dejaban de piar, hasta que me marché, cerrando la puerta, y pensando en qué podría darles de comer: ¡Ya está¡, migas de pan duro ablandadas con agua. Ya volvería más tarde.

  No tengo ni idea de adónde ni qué hice después; pero cuando llegué a mi casa en busca del pan duro, un poquito de agua y algo en qué ponerlos, mi madre me preguntó:

  -Le has quitado tú dos pollitos a la tía Luisa? Me ha dicho que te ha visto por allí y que, al contarlos, le faltaban dos.

  -Sí, los tengo en el casillo -respondí sin dudar lo más mínimo.

  -Pero ¿y por qué los has cogido? -inquirió mi madre.

  -Porque me gustaban mucho.

  -Anda, vamos a devolvérselos.

  Y eso fue todo.

  Prácticamente la misma situación se produjo con la tía Juliana, sólo que en esta ocasión sustraje (cambié de lugar, vamos) un conejito. Había estado dando vueltas en torno a una conejera, consistente en un cajón rectangular (en no muy buen estado) dividido en varios compartimentos que esta familia solía sacar cada día delante de su casa, y que estaba cubierto por una red de alambre. Primero estudié la forma de extraerlo y, segundo, elegir el momento en que no hubiera nadie por los alrededores.

  Se dieron, por fin, ambas situaciones. Cogí el conejito, sedoso, calentito, y cuidando de no hacerle daño, me lo llevé para mi casa. Se lo enseñé a mis hermanos más pequeños y, a continuación,  lo metí en un canasto y lo dejé en el local donde dormían, también en compartimentos separados, cabras, gallinas y cerdos.

  Cuando llegó a casa mi madre, orgulloso le dije:

  -Mira lo que me he encontrado.

  -¿A quién se lo has quitado? -me preguntó.

  -A la tía Juliana -respondí como si nada raro hubiera hecho.

  -Anda, anda, vamos a devolvérselo. Cualquier día te denuncian y te coge la pareja de la Guardia Civil y te mete en el calabozo que hay en el ayuntamiento.

  ¡Ay! Acabo de llegar a una conclusión: Mi exacerbado sentimiento de propiedad (allá por mis 6 años como mucho) no tenía sentido sin compartirla con los demás. Y es que tener es compartir, sí señor, si no eres un redomado cabrito egoísta.

 

 

 

lunes, 23 de noviembre de 2009

Las golondrinas

  Una pareja de golondrinas, volando rápida y elegantemente en paralelo, penetró en la iglesia mientras el tío Felipe, el sacristán, dirigía el "Via Crucis". Todos seguimos su vuelo, espectantes y, a buen seguro pensando en lo que siempre habíamos escuchado, que las golondrinas eran aves sagradas porque habían arrancado las espinas de la corona que los judíos colocaran en la cabeza, como burla, a Nuestro Señor Jesucristo. Por tanto, debíamos respetarlas, así como sus nidos.

  No tengo ni la más remota idea en qué se basa ni de dónde surgió esta leyenda; lo que sí sé es que es un pájaro beneficioso por su eficiente limpia de insectos, los cuales forman parte de su alimentación, y quizá por eso se nos indujera a respetarlas. Sin embargo, nada más lejos de la realidad: estaban en el punto de mira de los tiragomas de los niños, entre ellos, yo mismo.

  Durante las tres vueltas que dieron a la iglesia, nadie dijo ni hizo nada. Acabada la tercera, abandonaron la misma por donde habían entrado: por la puerta.

  Aquella Semana Santa la recuerdo especialmente por tres diferentes motivos:

  1. El Domingo de Ramos fue un día espléndido de sol. Prácticamente todo el pueblo acudió a la misa a recoger sus ramos bendecidos y que, posteriormente, lucirían en balcones o ventanas de las casas. Se me quedó grabado, quizá por lo bien que se adecuaba el día, con su luminosidad y colorido, a la gloriosa entrada de Jesús en Jerusalén y que en él se conmemora.

  2. El Jueves Santo doce chicos de la escuela, yo entre ellos, hicimos de apóstoles. Nos vistieron con unas preciosas túnicas (ignoro de dónde salieron porque no las volví a ver más) y nos fuimos a la iglesia en la que don Daniel, el cura, imitando a Jesús nos lavó los pies. Bueno, uno sólo a cada uno de los doce apostolitos. Por cierto que todos nos los habíamos lavado y requetelavado anteriormente. Recuerdo que don Eugenio, el maestro, me dijo que yo haría de San Andrés. Supongo que mi hermano (no me acuerdo) sería San Pedro, digo yo. Lástima no haber tenido a mano una cámara fotográfica; pero, claro, en aquella época tan sólo había una en el pueblo, la de la Antonia, que la tendría bien guardadita.

  3. Finalizada aquella Semana Santa, pasaba yo por detrás de la casa de don Luis con mi inseparable tiragomas colgado al cuello, cuando vi que, posadas tranquilamente en los cables de la corriente eléctrica situados justo por debajo del alero del tejado, unas cuantas golondrinas ofrecían un verdadero concierto de canto a capella, que no me gusta en absoluto, dicho sea de paso (el canto de las golondrinas, claro).

  Muchas veces había ejercitado yo mi puntería tirando a los nidos, laboriosa y maravillosamente construidos. Como los hacían en los aleros, aprovechaba, como otros niños, el momento en que no hubiera nadie en la casa, para apedrearlos. Alguna vez rompimos el cristal de alguna ventana. Entonces ¡patas pa qué os quiero!

  En esa ocasión (por primera y última vez) acerté de pleno. Me saqué del cuello el tiragomas, puse una buena china (siempre llevaba alguna en el bolsillo) y sin apuntar a ninguna en concreto, estiré las gomas y... ¡pumba! Le aticé a una de ellas que cayó al suelo revoloteando, mientras las otras salían de estampida. La cogí y arreando para casa. Le pasé la golondrina a mi hermana y fui a toda prisa a buscar una jaula (mi maldita costumbre de ejercer de carcelero y alimentar mi exacerbado sentimiento de propiedad). Menos mal (para la golondrina, claro) que al introducirla en la jaula, mi hermana no sé qué hizo, pero el caso es que el pájaro voló, voló y voló.

  En la actualidad me fastidia mucho ver a cualquier pájaro en una jaula. ¡Viva la libertad pajaril, y humana también!

 

 

 

 

sábado, 21 de noviembre de 2009

Educación sexual

  Así, a distancia de muchos años, pienso que X se levantaría aquella mañana "alta", como se decía de las vacas y las perras cuando buscaban anhelantes su momentáneo toro o perro azul o de cualquier otro color. X era una chica de unos 15 o 16 años (digo yo, porque no la recuerdo yendo a la escuela) bien formada y de unos grandes ojos negros.

  Estaba yo, cómo no, en las eras, trillando con mis padres y mi hermano mayor, cuando apareció X. Les pidió a mis padres que si yo podía acompañarla y ayudarle a recoger y transportar leña del Ejido"del lejío" decíamos todos. Como las necesidades de la trilla estaban cubiertas en aquellos momentos, mis padres no pusieron ningún impedimento.

  Nos pusimos en marcha, sin que recuerde en lo más mínimo lo que hablamos durante el camino, no muy largo, pues "El Ejido" se encontraba y se encuentra a poca distancia de las eras.

  Tendría yo en aquel entonces 6 o 7 años, y sabía lo que tenían las mujeres de diferencia con respecto a los hombres en cuanto al sexo de cintura para abajo, por las conversaciones con los chicos mayores (con los que me encantaba ir), por lo que veía continuamente hacer a los perros con las perras, los toros con las vacas, los gatos con las gatas...,  y porque muchas veces me tumbaba allá donde se ponían a cascar a sus anchas las mujeres y yo miraba disimuladamente para arriba. Y como siempre había alguna que no llevaba bragas, les veía hasta el consistorio bendito, o sus peludas "castañas" que diría mi padre. También, claro, porque había visto a niñas hacer sus necesidades. Vamos, lo que se dice educación sexual primitiva, natural y de campo. Incluso, la primera vez que oí hablar de hacerse una paja, pensé que se trataba de introducirse, eso, una paja por el agujero de la pilila. Menos mal que no se me ocurrió experimentarlo.

  Estoy convencido de que si "la primavera la sangre altera", el verano, con el embriagador olor de la hierva seca, el de las mieses en las eras, la paja en el pajar, el grano en el granero y el achicharrante calor es un remolino, un vendaval, una riada de pasiones que hace circular a borbotones la sangre por las venas.

  Llegamos, por fin, al Ejido que estaba cercado por un alambrado, ya que se llevaban allá las vacas del pueblo en diferentes épocas del año. Era un terreno prácticamente plano plagadito de robles. Nos metimos en lo más frondoso; puso una cuerda bien estirada, y comenzamos a buscar ramas secas por el suelo. Cuando tuvimos bastantes, hizo con ellas un haz. Después extendió otra y repetimos la operación. Esta vez el haz era más pequeño, pues lo habría de transportar yo.

  De repente, se volvió hacia mí y me preguntó, así por las buenas:

  -¿Quieres joder?

  -Bueno -dije yo sin saber muy bien qué debía hacer.

  Entonces me pidió que me tumbara en el suelo y que me bajara los pantalones y calzoncillos. Así lo hice. Recuerdo que mi pilila andaba de capa caída. Revivió cuando X me dio unos cuantos masajes. Fue en ese momento en el que la chica se me mostró a cielo abierto de cintura para abajo: tenía pelo, como las mujeres a las que les había visto el chocho. Se tumbó encima de mí, se restregó unas cuantas veces y se levantó. Juro que no experimenté ningún placer. ¿Y ella? No se lo pregunté ni nada me dijo; tan sólo me pidió:

  -No se lo digas a nadie, ¿eh?

  -De acuerdo -le repliqué.

  Y fijaos si soy de fiar que he cumplido mi palabra hasta hoy.

 

 

 

 

miércoles, 18 de noviembre de 2009

La yunta desertora

  ¡Vaya dos meses los de julio y agosto! ¡Cuántos trabajos siempre pendientes del cielo! En ellos nunca sobraban brazos ni animales de tiro. Primero segar a mano (en mi infancia prácticamente nadie utilizaba máquinas en el pueblo), después recoger las gavillas y formar con ellas fajos atados con vencejos y empleando para ello de manera habilidosísima el garrotillo, amontonarlos, acarrearlos a las eras (había dos), extender la parva, trillar, recoger lo trillado en un montón, aventar para separar el grano de la paja, cribar, meter la paja y el grano en casa y... respirar tranquilos y satisfechos si el tiempo se había portado bien y la cosecha también.

  Estoy viendo ahora mismo el pueblo casi vacío, sólo quedan en él las mujeres para dejar medio lista la comida, niños muy pequeños y enfermos, odos los demás están en las eras. En ellas, cada vecino tiene su sitio claramente definido como si fuera de su propiedad. Allí se alzan las imponentes hacinas de diferentes cereales y extendida la parva para ser trillada.

  Veo 'en este instante las dos yuntas de vacas y a la Chata, la yegua prestas a comenzar a girar en ella arrastrando sus correspondientes trillos. Mi padre monta en el de la Chata, mi hermano mayor en el de una de las yuntas y yo, sentado, porque soy muy pequeño y me resulta difícil mantenerme de pie en él mientras da vueltas, en el otro. Llevo en mi mano la aguijada y animo a las vacas  para que sepan que va alguien con ellas. Sólo me pongo de pie cuando la yunta se detiene porque una de ellas va a comenzar a hacer sus necesidades y yo debo recogerlas en un caldero antes de que caigan a la parva. Es curioso observar el contraste entre el paso cansino de las vacas y la continua carrera de la yegua. ¡Cómo me gustaría ir en ese trillo! Se lo digo a mi padre, que me contesta: "Cuando venga la madre".

  Cuando llega ella, antes de sacar de la parva mi padre a la Chata, le pide a mi madre que me coja el trillo y subo con él. ¡Casi le rompo los pantalones de lo fuerte que me agarro! Después, vuelvo a mi trillo y ellos cogen los dos las horcas para dar vuelta a la parva, mientras nosotros seguimos en el trillo girando y girando, y avisándoles cuando vamos a pasar para que se aparten. Así todo el día, aunque, de vez en cuando, nos sustituyen para que descansemos.

  A mediodía descanso y comida para personas y animales. Por la tarde, seguir dando vueltas hasta desmenuzar suficientemente cañas y espigas y, una vez amontonadas, barrer la era y dejarla preparada para el día siguiente.

  Pero en ese primer día de trilla, una de las vacas de la yunta, se conoce que se hartó de girar y girar, y optó por tumbarse. No tuve más remedio que echar mano de la aguijada. Al sentir el pinchazo, se levantó inmediatamente y siguió su tarea. No obstante, pude comprobar que no estaba muy conforme con ella, pues al cabo de un rato, no sé si convenció a la otra vaca, el asunto es que como si se hubieran puesto de acuerdo, abandonaron corriendo la parva arrastrando el trillo y a mí en él. Yo, incapaz de ponerme de pie les gritaba entrecortadamente a causa de los saltitos que daba el trillo: "¡So-o-o-o-o-o¡, ¡so-o-o-o-o-o¡" Pero, ni caso. Mi padre había salido disparado de tras de nosotros.; sin embargo, como la cosa se daba con cierta frecuencia, un vecino ( no hay manera de recordar quién fue) interceptó a la yunta desertora.

  Me bajé del trillo,. Mi padre por delante y yo arreándola por detrás, la reintegramos a la parva sin ninguna penalización.

  ¿Qué vacas componían la yunta? No logro acordarme si era la Chaparra de jovencita con la Mohína... Las disculpo sinceramente, y Es que aquello era un tormento , de verdad. Supongo que, cuando acabada su fatigosa jornada laboral todos los del pueblo las llevábamos a Cañalospozos a ramonear un poco y refrescarse en las aguas del pantano de La cuerda del Pozo, se contarían las aventuras del día y se destetarían de risa.

 

 

 

 

lunes, 16 de noviembre de 2009

Trabajador por cuenta ajena

  Desde los 6 y hasta casi los 9 años, fui, esporádicamente, trabajador por cuenta ajena a cambio de la comida y algunas pesetas (nunca supe cuántas).

  Aparte de vaquero, tal como ya se me coló por esta hornilla de recuerdos, hice de recolector de patatas para P. La pieza estaba a las afueras del pueblo. Primero, con el arado tirado por una yunta de vacas, se abrieron los surcos; después, fuimos llenando P y yo cestos que vaciábamos en sacos hasta llenarlos, cerrarlos y cargarlos en el carro. Y por fin, a su casa a descargarlos.

  Dos recuerdos aparecen nítidamente en mi memoria: uno es que P, para estimularme, decía: "Si llenas el cesto antes que yo, te invito el domingo a lo que quieras en la cantina". Yo me ponía a coger patatas como loco; pero, lógicamente, nunca ganaba. El otro es que cuando pasó por allí alguien de mi familia, lo saludé con profesionalidad, vamos, como si fuera uno más del pueblo.

  También fui a coger patatas con J, que sería, en definitiva, para quien más trabajé. Por ejemplo, más de una vez a cargar y acarrear la hierva. Me acuerdo, concretamente, en una ocasión en un pueblo vecino, donde una señora manca me asombró porque con qué agilidad y fuerza le ayudó a cargarlo, mientras mi tarea consistió en ese momento en ponerme delante de las vacas e impedir que se movieran.

  Asimismo, me tocó ayudarle a acarrear los haces a la era y a trillar (que por cierto, cuando me cogía el trillo, porque yo se lo pedía o él as'í lo decidía) solía escaquearme todo lo que podía y más.Qué risas me eché cuando, por un descuido mío, no le avisé al pasar con la yunta por donde él estaba dando vuelta a la parva, y una de las vacas se le llevó en su cuerno izquierdo y colgando de él, la gorra. Sólo faltó que se hubieran echado a reír también las vacas. Supongo que lo harían todas aquella tarde-noche en Cañalospozos.

  Otro día me cayó en suerte ir con él andando al pueblo vecino, distante seis kilómetros, para llevar a vender una vaca y su ternerillo. Regresamos en tren. Me dijo: "Cuando pase el revisor, dile, si te pregunta, que tienes seis años". Eso era, claro, para ahorrarse mi billete.

  Trabajé un año para A y B, dos hermanos. Y como no podía ser de otra manera, como peón de trilla. Un par de acontecimientos se me quedaron grabados: El primero es que ya estaba hasta las narices de dar vueltas a la parva cuando se me ocurrió la brillante idea de decirle al más inocente de los dos hermanos: "Anda, cógeme el trillo que tengo que ir a hacer de cuerpo" (también se decía a hacer de vientre o a tirar los pantalones, y en la escuela a hacer una necesidad). Aquella faena duró mucho rato, incluso me llamaron a voces, a las que, por supuesto, no contesté hasta que no me salió de ahí: era una especie de pequeña huelga. El segundo tuvo lugar cuando en uno de los breves descansos que me permitían, agarré una de las carretillas que tenían (de fabricación casera con ruedas muy anchas de madera y un tanto irregulares) y me fui con ella hasta el borde de un barranco que por allí había. En una de las maniobras, la pesada carretilla se me fue adentro. Conseguí, con Dios y ayuda, llevarla hasta el escalón de medio metro, más o menos, que conducía a la salida, y que era terreno inclinado de hierva seca y resbaladiza. Con mis menguadas fuerzas, intenté alzar la rueda hasta dicho terreno. Cuando lo conseguí, corrí hasta los mangos de la carretilla; pero en ese mínimo espacio de tiempo, la rueda resbaló, y... otra vez adentro. Así estuve, ¡yo qué sé cuánto tiempo! Lloré de impotencia. Por fin, apareció A que me andaba buscando. ¡Con qué facilidad la sacó! Era tan buena persona, que ni me riñó.

  Por último (y digo bien) porque fue mi último trabajo por cuenta ajena durante mi infancia, fue, no podía ser otro, trillar un día para M. Debía ser uno de los que más tierras tenía, ya que era el último en acabar de trillar.

  En aquella época, la solidaridad entre la gente del pueblo era el pan de cada día. Si amenazaba lluvia y algunos ya habían acabado de trillar aquella jornada, por ejemplo, metían sus trillos con las yuntas respectivas para que no les pillara a los rezagados. Por eso de la colaboración desinteresada, a M le habían prestado yuntas y trillos gente del pueblo para que terminara lo antes posible. Hablaron con mis padres para que condujera yo una de las yuntas. Cuando me lo dijo mi madre, torcí el morro, pues era consciente de que me esperaba un día duro: no me cogerían el trillo ni por recomendación del Espíritu Santo. Yo no formaba parte de la solidaridad, era un trabajador por cuenta ajena.

 

 

 

 

martes, 3 de noviembre de 2009

Estrella

  Retomo el tema de los animales. En esta oportunidad le toca el turno a una perra, prestada, pero que acabó siendo nuestra y que se llamaba Estrella. La trajo a casa un primo de la capital que gustándole mucho la caza y no disponiendo de espacio adecuado en el piso de sus padres, pidió a los míos si podían cuidársela en el pueblo hasta que fuera el tiempo de la caza.

  Como es lógico, mis padres dijeron que sí, pues nos sobraba sitio por doquier: los perros dormían sueltos en la calle; y en cuanto a la comida, con las sobras y lo que pudiera pispar por ahí, se mantendría sin problemas.

  Era marrón con pintas blancas y una estrella en la frente. ¿La raza? ¡Sabe Dios! La tratábamos bien y correspondía con obediencia, fidelidad y afecto sincero.

  En más de una ocasión, solo o en compañía de alguno de mis hermanos, me tocó ir al Arroyo o al Chorlón a ahogar las crías que había tenido, a no ser que alguien del pueblo quisiera una. Aprovechábamos el momento en que no estaba con sus hijitos para quitárselos, pues era muy peligroso hacerlo en presencia de ella. Se solía dejar alguno durante un período más largo porque según afirmaban los entendidos era mejor para la madre por algo de la leche. Estábamos tan acostumbrados a tales hechos, que nos parecían normales y no experimentábamos ningún sentimiento especial. Sin embargo, lo que si me impresionó y con lo que se ganó nuestro cariño para siempre fue lo siguiente:

  Mi primo nos la había traído muy jovencita. Al cabo de unos meses, vino a buscarla para que se fuera acostumbrando a él ya que se acercaba el momento de la caza. La verdad, nos dio pena a pesar de que éramos conscientes de que un día u otro vendría a llevársela. Le puso un bozal, con gran disgusto por parte de ella, le enganchó una correa al collar y para el tren.

  Llegó a su casa -nos explicaría días después- a eso de las cuatro de la tarde. Le quitó bozal y correa, y la dejó libre por casa. En un descuido, al abrir la puerta, la perra cogió pistas y desapareció.

  Al día siguiente me despertaron los alegres ladridos de la Estrella. ¿Cómo se las apañó para regresar al pueblo a lo largo de 24 kilómetros campo a través habiéndolos hecho de ida en el tren?

  Se han contado por todo el mundo diferentes muestras de fidelidad increíble por parte de estos animales y de distintas razas. Yo no recuerdo la de la Estrella, pero sí esta muestra de fidelidad que contribuyó decisivamente para quedarse donde mejor estaba: en nuestro pueblo y nuestra casa.

 

 

 

 

lunes, 2 de noviembre de 2009

Las malditas anginas

  Hasta que don Leopoldo, el médico, no atinó con la solución del problema, pasé muy malos ratos con los dolores y supuraciones de un oído. Bendito el día en que dijo que operándome de las anginas (muchísimo más tarde supe que eso se denominaba amigdalectomía), seguro que desaparecerían ambas mortificantes anomalías.

  Recuerdo el día en que me llevó mi madre a la capital, supongo que para una revisión, análisis, determinar día y hora de la operación y alguna que otra cosa más. Sin embargo, lo que de aquel día se me quedó grabado fue la promesa de mi madre de que si me portaba bien me compraría una bicicleta, precisamente una que vi en una tienda y que me gustó muchísimo a primera vista.

  Llegó el día D y la hora H. Habíamos viajado mi madre y yo aquella mañana desde el pueblo a la capital en "La Exclusiva", yo muerto de hambre, pues le habían dicho que debía ir en ayunas. No obstante, iba contento, ya que la promesa de la bicicleta, con la que ya soñaba, hacía que me olvidara de lo que se avecinaba, y además, tendría que pasar un par de días en casa de mis tíos y con mis primos, que por ser mucho mayores que yo, con toda certeza me mimarían y por tanto lo pasaría de miedo.

  Nos dirigimos hacia el mismo edificio en el que había estado la vez anterior, entramos en él, subimos a una planta diferente y accedimos a una sala en la que había  algún que otro niño o niña con sus respectivos padres. Yo, que no podía estarme quieto, andaba dando vueltas por ella cuando, de repente, se abrió una puerta, salió una enfermera con su inmaculada bata blanca, me cogió de la mano y dijo: "Ahora te toca a ti, majo". Miramos ambos hacia mi madre, que asintió con la cabeza, y me introdujo en la sala de la que acababa de salir y en la que vi a dos hombres también con sus batas blancas.

  Supongo que me hicieron unas cuantas preguntas, que me dijeron que no me iban a hacer daño y cosas por el estilo, porque no me acuerdo de eso, pero sí de lo que me pidió dulcemente la enfermera: "Pon los brazos así, extendidos a lo largo del cuerpo". Luego me lo rodeó desde el cuello hasta los pies con una sábana, me condujo hasta una silla donde se había sentado uno de los dos hombres, el cual me puso sobre él, abrazándome. El otro se acercó y me ordenó: "Abre la boca lo más que puedas". Le obedecí y entonces le vi introducirme en ella lo que a mí me pareció un pequeñito azadón: cosas de niño de campo. Casi al instante empecé a sangrar a base de bien.

  No recuerdo para nada lo que duró aquello. Me veo ahora mismo, saliendo de allí e intentando explicarle a mi madre lo que me habían hecho, pero sin poder articular palabra. Con ella y la enfermera, entramos en otra dependencia donde me pusieron una inyección y, un tiempo después (no sé cuánto) nos fuimos hacia la casa de mis tíos.

  ¡Vaya dos días que pasé! Sólo podía ingerir líquidos. Durante el primero lo vomitaba todo; no había manera de retener nada. Por fin, al segundo superé el problema; sin embargo, nunca, nunca he sentido tanta envidia al ver comer a los demás sin poderlo hacer yo. ¡Cómo se me iban los ojos tras el pan, carne, fruta...! pero estaba totalmente prohibido.

  Al tercer día volvimos al pueblo, y al cuarto, muy temprano, ya me había levantado. Mi madre me dijo que iba a llevar las cabras al ganado público y que la esperara, pero sin comer pan ni nada que se le pareciera. Cuando volvió, me encontró con una rebanada de pan, comiéndomela tranquilamente y tragando con mucho cuidado. No pasó nada, absolutamente nada. ¿Y de la bicicleta? Todavía la estoy esperando.

 

 

 

 

domingo, 1 de noviembre de 2009

La lupa

  Don Eugenio, el maestro, no veía ni oía bien. Quizá por eso, solía hacernos pruebas caseras para determinar, generalmente, nuestra agudeza visual, utilizando, a veces, su inseparable lupa. Por ejemplo: Nos llamaba uno por uno a su mesa, cogía un libro abierto con una mano y con la otra la citada lupa. Pasaba ésta rápidamente por una de las dos páginas y nos preguntaba: "¿Qué palabra o palabras has podido leer¿" -y agregaba: "pero que no sean de una sola sílaba".

  Nosotros, dada la rapidez con la que desplazaba el dichoso instrumento, salíamos del paso como podíamos. Pero un buen día, decidió hacernos una demostración de otro tipo a los alumnos más pequeños de la escuela que, por cierto, no éramos muchos.

  Colocó su silla de enea cerca de la ventana que daba al estrado y nos fue llamando uno por uno. Con una de sus manos cogía por la muñeca una de las nuestras; con la otra tomaba la lupa, buscaba el ángulo adecuado para captar los rayos del sol y enfocaba la lente hacia el dorso de nuestra mano. El maestro nos advertía de que cuando sintiéramos como un picotazo que la retiráramos.

  Todos observábamos cómo una especie de círculo que aparecía en la lupa iba progresivamente reduciéndose hasta verse un solo punto. En ese momento sentíamos el picotazo y apartábamos la mano de un tirón; incluso había alguno que lo hacía antes de experimentarlo.

  Pero, por fin, le tocó el turno a X, aquel al que yo le pinchara con la pluma en el cuello. Don Eugenio le hizo la misma advertencia que a los demás; pero vaya usted a saber por qué, el caso es que el chico no tiró de la mano. Extrañado el maestro se volvió hacia él y vio que estaba llorando. En el dorso de la mano se veían unas ampollas. Le soltó la muñeca, y entonces, X salió corriendo de la escuela.

  Al cabo de unos minutos, apareció de nuevo con su abuela de la mano. ésta venía a pedirle explicaciones al maestro. A don Eugenio no se le ocurrió mejor idea que demostrarle a la señora lo sucedido realizando con ella el mismo experimento.

  La espectación entre todos los alumnos era increíble: no se oía ni una mosca.

  Era curioso ver a la tía R de pie al lado del maestro, sentado en su silla, con la muñeca de ésta sujeta por su mano izquierda, mientras con la otra empuñaba el arma secreta. El grito de la tía R resonó por toda la escuela. No pudimos aguantar la carcajada.

  Aunque todavía faltaba bastante tiempo para salir, la tía R se llevó a su nieto. Los demás a comentar y reír por lo bajito.