lunes, 26 de octubre de 2009

Tres golpes

  Yo, al igual que tantos otros, llevo en el cuerpo señales, marcas, cicatrices de golpes que se produjeron durante mi infancia o adolescencia. También, como tantos otros, llevo en mi memoria algunos golpes de los cuales, al menos a simple vista, no quedó muestra, pero sí se grabaron en el rincón de los recuerdos.
  Tan sólo tres son los que aquí explicaré porque reflejan otros tantos aspectos de comportamiento: imprudencia, temeridad y comodidad.
 
  Primer golpe
 
  En el pueblo, cada año tenía lugar lo que en general, se denominaba "la corta". Era todo un proceso que se iniciaba con la minuciosa selección de árboles, y seguía con la marcación de los mismos, distribución en lotes lo más igualados posible (tantos como vecinos había, incluyendo a la maestra y su respectiva escuela, el maestro con la suya, el señor cura, el médico, el secretario del Ayuntamiento y la Guardia Civil. Los lotes, posteriormente, se sorteaban entre todos ("la suerte de la leña"), y que el municipio facilitaba a sus vecinos para alimentar el fuego de cada uno de los hogares durante los largos y gélidos inviernos, y para cocinar todo el año, como es lógico.
  Por fin, llegaba "la corta" propiamente dicha y que consistía en eso: cortar cada vecino, por su cuenta, el lote que le había caído en suerte y que después había de acarrear hasta las proximidades de su domicilio. Allí se "picaba" la leña menuda, se serraban los troncos, se convertían éstos en rajas y, a continuación, se ponía todo a buen recaudo, o sea, bajo techo.
  Pues bien, en uno de esos momentos, se produjo el primer golpe. Estaba un chaval (unos cinco años mayor que yo) con una maza introduciendo una cuña en uno de los troncos cuando, imprudente de mí, me situé justito detrás de él en el instante en que alzaba la maza hasta prácticamente su espalda para tomar más impulso. El golpe que recibí en plena nariz fue como para dejarme chato para toda la vida. Comencé a sangrar cual cerdo en la "matanza", a llorar y correr hacia casa, donde mi madre hizo todo lo necesario para cortar la hemorragia. Y al contarle lo sucedido, no echó la culpa al chaval, no, sino a mí por tonto e imprudente.
 
  Segundo golpe
 
  No recuerdo de quién era el carro que estaba aparcado delante de la cochera de "El arco" (así denominada una casa del pueblo por tener el acceso previo a la puerta de la misma, en forma de arco. El carro, de eso sí me acuerdo, tenía su tentemozo en pie y el "ubio" preparado para uncir las vacas, que probablemente estarían herrándolas en el potro del Félix, que se hallaba muy cerquita de allí.
  Andábamos unos cuantos chicos subiendo y bajando del carro, hasta que auno, todo un saltimbanqui, le dio por hacer una sorprendente muestra de su habilidad, cogiéndose con cada una de las manos de sendas estacas del mismo y dar hacia atrás una espléndida voltereta que le dejó en su postura inicial.
  Yo, no faltaba más, cómo iba a ser menos con lo valiente que era. Sin encomendarme ni a Dios ni al diablo, desafiando las más simples reglas de la lógica, me puse de pie, agarré cada una de las dos estacas con la correspondiente mano y... ¡vaya morrada me pegué! ¡A sangrar como para hacer morcillas! No se me ocurrió pensar que al dar la voltereta no podía girar las manos. Una cosa es ser valiente y otra muy distinta, temerario.
 
  Tercer golpe
 
  No tengo ni la más remota idea de cuántos años vino al pueblo "el señor del espliego" ni durante cuántos días se quedaba en él. Sin embargo, mi pituitaria sí que se quedó para los restos con el recuerdo diáfano de un invasivo olor a espliego que lo impregnaba todo. Parece que estoy viendo al señor en "La fuente vieja" metiendo leña por aquella especie de túnel para calentar el espliego que llenaba una caldera en cuyo fondo había un filtro que la separaba de una inferior con agua y a la que iba a parar la esencia de tan olorosa planta.
  Para las gentes del pueblo estos años fueron estupendos, puesto que les permitió ganarse unas buenas perras, tan necesarias en aquellos tiempos al venderle al señor el espliego que iban a segar a "La cuesta".
  Fue, precisamente, al descender de allá con el carro bastante lleno de sacos de espliego, cuando me empeñé en querer ir subido en él, tumbadito encima de los sacos. De pronto, el carro volcó, saliendo yo despedido dándome en la cabeza un buen golpe contra una piedra y, por tanto, haciéndome una "piquera", afortunadamente pequeña y superficial, pero que sangraba demasiado para la poca importancia que tenía. Mientras mi madre se encargaba de mí, mi padre, rápidamente, fue a desuncir a las vacas, pues es de ver cómo, al volcar el carro, éstas se abren girando el cuello :asta lo inverosímil.
  Mi madre me lavó la herida con un poco de agua; verificó que no era ni profunda ni grande, me dio un pañuelo para que lo mantuviera apretado contra la herida y, como no había perdido el conocimiento ni por asomo, me mandó tranquilamente para casa. Por cierto, me quedé tan sorprendido, que cuando quise arrancar a llorar, ya se me había pasado el susto.
  Mientras me alejaba, mis padres, con la ayuda de otras personas del pueblo que por allí andaban en los mismos menesteres, se dedicaban a descargar el carro, ponerlo en pie..., yo seguí, algo incómodo, mi camino hasta casa para contarles a mis hermanos mi gran aventura.
 
 
 
 
 

sábado, 24 de octubre de 2009

Obediencia o miedo

  -¿Te vienes a segar conmigo¿" -me preguntó mi padre una mañana temprano que ya andaba yo zascandileando a esas horas por casa.

  -¿Adónde? -pregunté a mi vez.

  -A la "pieza" de "Los tres robles". Está muy cerca, un poco más arriba de la carretera-contestó.

  -sí. Espera que voy a buscar la visera, la hoz, la zoqueta y el dedil.

  Y como un cohete salí a buscar las herramientas adecuadas a mi tamaño, que las había, porque todos ayudábamos a las tareas de la cosecha en la medida de nuestras posibilidades. Asimismo, cogimos el botijo de agua y la bota de vino. El almuerzo nos lo traería mi madre, que se quedaría a segar también, mientras mi hermana cuidaba a los más pequeños. Lo que no logro recordar es dónde estaba aquel día mi hermano mayor.

  Llegamos allí, colocamos a la sombra del más frondoso de los árboles bota y botijo (bien tapados en este último boca y pitorro para evitar la posible entrada de bichitos), nos calzamos zoqueta y dedil, y... ¡al tajo!

  A media mañana apareció mi madre con el almuerzo que devoré como si hubiera trabajado por dos.

  Tanto mi padre como mi madre, a pesar del achicharrante sol, hacían pocas interrupciones en la tarea para echar unos tragos, bien de vino o de agua; pero yo, más por escurrir el bulto que por sed, solía ir a la sombra del roble y me entretenía un rato en beber un traguito sin ganas (por aquello de tranquilizar la conciencia, oír cantar a los pajarillos, ver quien estaba segando en las proximidades, mirar los pocos vehículos que pasaban por la cercana carretera y hacer algún "gallo" con alguna de las cañas del cereal que se estaba segando, en aquel caso, trigo.

  En una de estas escapadas, a paso de tortuga y silencioso, me dirigí hacia los consabidos robles atravesando todo el terreno ya segado. De repente, al mirar para el suelo, vi acurrucada en su nido y, por tanto, empollando los huevos, a cosa de un palmo de mis pies una codorniz con su color pardo y rayas más oscuras de camuflaje. Qué raro que ni mi padre, ni mi madre, ni  yo mismo, no hubiéramos visto el nido al segar allí. Me quedé completamente quieto, fija la mirada en la codorniz, que seguía acurrucada. ¡Dios mío, qué dudas pasaron por mi mente en un segundo! Inconscientemente llevé mi mano a la visera.

  Me hubiera sido muy fácil atraparla echándole encima la visera, pero, en ese momento, me vino a la memoria lo que mi padre me había dicho varias veces, que a partir del 15 de agosto se podían cazar las codornices, puesto que se levantaba la veda. Hasta entonces estaba prohibido, y que si te cogía la pareja de la Guardia Civil con una, te ponían una multa, ya que había que dejarlas criar.

  Ignoro si fue por obedecer a mi padre, por miedo a la Guardia Civil o por qué, el caso es que, un tanto desilusionado, reanudé mi camino. En ese instante, salió volando la codorniz.

  Desapareció esa pequeña desilusión Cuando, al explicárselo a mi padre, éste alabó sinceramente mi comportamiento. Y la codorniz, seguro que también, como sus polluelos cuando les contara lo acontecido aquella mañana, aunque cayeran, a partir del 15 de agosto, ante las escopetas de los terribles cazadores.

 

 

 
 

jueves, 22 de octubre de 2009

Un par de zurras, y ya está

  Alguien puede asegurar cuál es el acontecimiento más antiguo de su vida que recuerda? Yo, desde luego, no. Por más que miro hacia atrás estirando al máximo el cuello de mi memoria, me es imposible ajustar con certeza absoluta tiempo y acontecimiento. Sin embargo, puedo afirmar que uno de los más viejos es el que tuvo lugar en el lavadero público del pueblo. Supongo que habría ido allá con mi madre, aunque no lo recuerdo. Lo que sí recuerdo es que ella no estaba en el momento del suceso.

  El lavadero se hallaba ubicado entre "el pilar", el abrevadero) y la ermita de San Roque. Era un edificio rectangular con el tejado a dos aguas, totalmente cerrado, excepto la fachada, cuya pared lo estaba hasta la mitad y, justo en el medio, el vano de la puerta. En su interior, dos grandes pilas intercomunicadas una para lavar y la otra para aclarar) con su borde inclinado para favorecer la tarea y la colocación de la tabla de lavar. Como es lógico, el permanente chorro del caño del agua caía en la pila de aclarar; luego ésta iba pasando a la otra, donde se hallaba el desagüe. Cada cierto tiempo, el alguacil se encargaba de mantenerlo limpio y en perfecto estado.  Delante del lavadero había una pequeña explanada de hierba en la que las mujeres solían extender sobre todo las sábanas, que siempre las recuerdo de una blancura inmaculada.

  Allí, pues, fue donde, mientras la madre de X, una niña de mi edad (tendríamos tres o cuatro años más o menos) andábamos jugando a diferentes cosas, hasta que se nos ocurrió hacerlo a los médicos. Como no había a tiro ningún niño o niña más pequeños para interpretar el papel de enfermo y nosotros de médico y enfermera, decidimos que ella era la enferma y yo el médico.

  Si no era verano, poco le faltaba, pues me acuerdo perfectamente de que el día era caluroso y muy soleado. Por eso, en una de las orillas del camino de San Roque y a la sombra de unas vergazas, X estaba tumbada quejándose mucho, ya que se encontraba muy enfermita. Yo, entonces, le levantaba su faldita y le bajaba las braguitas para mejor ir presionando con la mano aquí y allá, mientras le preguntaba: "¿Te duele aquí? ¿Y aquí? ¿Y aquí¿"

  Tan entusiasmados estábamos, cada cual en su papel, que no advertimos que M había salido a tender ropa y nos vio en tales menesteres. Se vino hacia nosotros rápidamente, nos agarró a cada uno con una mano, nos puso en pie, nos atizó un par de buenas zurras (no sé qué nos dijo) y volvió a sus quehaceres. Yo, rojo de vergüenza, arreé para mi casa, con la imagen del culo de X también rojo a causa de las dos zurras.

  ¿Qué opinan los actuales psicólogos de la actitud de esta madre?

 

 

 
 

martes, 20 de octubre de 2009

El caño

  Ayer iba yo con mi mujer y mi hijo por la calle, cuando oímos a un niño que le decía a otro más pequeño y que parecía ser su hermano: "A ver si sabes decir deprisa, del coro al caño, del caño al coro; del coro al caño, del caño al coro...". Esto, precisamente, no me hizo rememorar aquellos tiempos de colegio en que jugábamos con todo tipo de trabalenguas, sino un toponímico de mi pueblo: "El caño", situado al pie de "La cuesta". ¿Por qué?

  En el pueblo, cada vecino podía llevar a lo que podríamos denominar "ganado público" cuatro vacas como máximo. Este ganado, como es lógico, se había de custodiar; pues bien, el número de vaqueros que habían de hacerlo y que eran los mismos vecinos por turno, se determinaba en base a los terrenos privados que tuvieran que preservarse. Había dos turnos: el de los "nones" y el de los "pares"; de tal modo, que si un vecino tenía tres vacas, cuando venía el de los "nones" tenía que aportar dos vaqueros, mientras que si eran los "pares" tan sólo uno.

  Durante los meses de septiembre y octubre, creo recordar, las vacas dormían en el alambrado de arriba de la vía. Por la mañana temprano, se sacaban a "El caño" para que, estacionadas allí hasta las dos, más o menos, pudieran abrevar en las pozas, alimentarse y recuperarse de los diferentes y duros trabajos de la ya almacenada cosecha. Por la tarde, se levantaba al ganado y se le iba trasladando con el fin de que se alimentara de hierba y rastrojeras, pero poniendo mucho tiento en que las vacas no entraran en terrenos privados que se hallaban cultivados.

  A mí me encantaba ir a "El caño". Concretamente, recuerdo el año en que me tocó ejercer como vaquero, tanto para nosotros como para dos vecinos más del pueblo (supongo que a mis padres algo les pagarían por ello, además de la comida de ese día). Cuando, no sé cuántos vaqueros habían sacado las vacas, toros sementales (que eran propiedad del pueblo) y terneros del anteriormente citado alambrado, era el comienzo de mi tarea. Junto con uno o dos más, nos situábamos, siempre debajo del mismo árbol, desde donde se controlaba bastante bien si se desmandaba alguna res, por lo general muy tranquilas durante aquellas horas. Por tanto, yo me lo pasaba de miedo.

  Unas veces, el más mayor de los tres, que era un adulto, cuando alguna vaca o ternero se apartaba del resto excesivamente, solía decirme: "¡Anda, tú que tienes buenas piernas, vete a volver a esa vaca". Y allá iba yo como si fuera un perrito. Otras veces, bajaba a algún terreno cercano sembrado de patatas, desenterraba las de una mata, y a asarlas a las cenizas de la lumbre, que al pie de un hermoso roble, se solía hacer cada mañana: ¡estaban buenísimas con su chispita de sal! También iba a cortar algún ramito de endrinas que, puesto cerquita de las ascuas, le daban a ésstas un sabor estupendo. Pero las dos cosas con que más disfrutaba eran, por una parte, cuando me traían en una fiambrera la comida, pues normalmente había un buen tallo de chorizo, un trozo de lomo adobado y una tortillita de patatas: ¡toda una maravilla! Y por otra, generalmente en compañía de otro chico, ir donde estaba un ternerito o ternerita tumbados, acercarnos silenciosamente y cogerles del rabo.

Instantáneamente, se levantaban y salían pitando. Enganchados a la cola intentábamos seguirlos. ¡Pero cuántas veces tuvimos que soltársela si no queríamos ir a parar algún zarzal. Recuerdo que el tío Juan Ibáñez, al que le sabía a cuerno quemado, nuestro entretenimiento, como nos viera echaba unos tremendos juramentos e incluso nos lanzaba la cachava.

  Este entretenimiento acabó, no precisamente en "El caño", sino en la "Dehesa".

  En el tiempo de la escuela reservado a la comida (de la una a las tres), un rato antes de volver a ésta, que se encontraba muy cerca de la "Dehesa", nos fuimos unos cuantos allá a nuestro bonito pasatiempo. Descubrí un ternerito tranquilamente tumbado. Me acerqué sin hacer ruido, le agarré el rabo, se incorporó rápidamente y salió zumbando. ¡Las piernas no me daban más de sí! Justo en un buen charco fui a dar un glorioso panzazo. Como ya era prácticamente la hora de entrar, no me quedó más remedio que escurrir, como Dios me dio a entender, la ropa y a esperar que se secase, pero cantando las tablas de multiplicar.

  Han quedado en mi memoria tan marcados aquellos días de "El caño", donde se percibía además un suave olor a espliego, que he determinado que, cuando inicie mi viaje al "pacífico", que diría mi padre, lleven mis cenizas a esparcirlas desde el pie de "La cuesta".

 

 

 

 

sábado, 17 de octubre de 2009

La vacuna

  ¿Contra qué era la vacuna, madre? ¿Contra la tuberculosis?, ¿la tos ferina?, ¿la viruela?, ¿el tifus?... No te acuerdas, ¿verdad, madre?, y yo, tampoco. Sin embargo, sí recuerdas, lo mismo que yo, aquel hecho que comentamos varias veces, y sobre todo cuando, ya en tus años de itinerante, pasabas dos meses aquí con nosotros. ¿Qué tendría yo, seis años? Por ahí, porque ya iba a la escuela el día que me escapé.

  Regresaba yo a casa, sabe Dios de dónde, cuando al desembocar en la placita en la cual se halla, divisé, sobre su caballete la moto de don Leopoldo, el médico, que lo era también de otros pueblos. Me detuve como si repentinamente hubiera chocado contra una pared, y exclamé: "¡La vacuna! ¡Don Leopoldo :a venido a ponernos la vacuna! Y salí de najas.

  Efectivamente, días atrás habían comunicado que los chicos y las chicas de las escuelas seríamos vacunados en el Ayuntamiento a partir de las once de la mañana. Como yo tenía mucho miedo, antes de la hora me había ido solo por ahí con la intención de olvidarme del asunto; pero, a la hora de la verdad, al ver la moto, seguí un impulso irreprimible, y ¡a correr se ha dicho!

  Enfilé por el Camino de San Andrés; hice una breve parada en la huerta del tío Félix, que estaba trabajando allí con sus dos hijas. Me preguntaron que qué hacía por allá solo, les respondí que nada, y seguí mi huida particular. Pensaba que si me escondía y no me encontraban, se marcharía don Leopoldo, y yo me libraría de que me pusiera la maldita vacuna ésa.

  Al llegar al desvío del Camino de la carretera, preferí seguir recto hacia la ermita de San Andrés. Poco antes, descubrí un espléndido espino que, junto a la pared de un prado, era un extraordinario escondite. Me acurruqué, y a dejar pasar el tiempo con el corazón en vilo, esperando ver aparecer la moto del médico saliendo del pueblo.

  Lo que vi pasar, al cabo de bastante rato fue a un hombre del pueblo rodeado de varios compañeros de la escuela, llamándome. Cómo es lógico, en vez de contestar, me encogí aún más y apreté el morro. Tuve la suerte de que ellos, en lugar de tomar el camino en el que yo me encontraba, tomaron el de la carretera. Supe, después, que habían preguntado al tío Félix y que éste les había indicado hacia allá.

  Pasó otro buen rato en el que oía lejanas las voces llamándome. No sabía qué hacer. Al final, siguiendo otro de esos impulsos míos, abandoné el escondrijo y salí al camino de la carretera en el momento en el que ellos regresaban. Al verme, todos los chicos comenzaron a gritar al tiempo que corrían hacia mí. Llegaron, me rodearon y, como si de un preso se tratara, me custodiaron hasta mi casa, donde estaba el médico con mi madre, pues sólo faltaba yo por vacunar.

  Recuerdo que, mientras que nos dirigíamos hacia mi casa, tuvo lugar un desafortunado incidente que ponía de manifiesto, una vez más, la ardua labor que tendría por delante para refrenar mis negativos impulsos. Fue cuando X, un compañero de la escuela y de mi edad, me dijo: "Ya verás, es como si te fueran a matar". Instantáneamente, mi manojo de nervios se concentró en mi mano que salió disparada hacia la cara del pobre chaval, el cual recibió sorpresivamente la Comunión de quien no sería en su vida ni cura, ni siquiera un pobre monaguillo. Curiosamente, no pasó nada, y seguimos hacia mi casa.

  No me acuerdo qué me dijeron ni don Leopoldo ni mi madre (sólo recuerdo que no se cabrearon conmigo) y que, cuando, tras insistir repetidas veces, tanto el uno como la otra, en que no me dolería nada, dejé mi brazo desnudo a dis'posición del médico, éste me pidió que no mirara y comenzó a preguntarme cosas. De repente, me dijo: "Ya está". Entonces exclamé yo absolutamente liberado: "¡Anda, y por esta tontería me he escapado  yo!"

 

 

 

 

miércoles, 14 de octubre de 2009

A la caza y captura

Con lo gratificante que es oír cantar a los pájaros en el campo y verlos volar libremente de acá para allá, y, sin embargo, ¡qué obsesión la mía (que además se prolongaría demasiados años) por cazar con liga y buscar nidos de cardelina!, ese pajarillo que tantas veces oímos cantar en barberías y talleres de zapatero remendón de muchos pueblos e, incluso, ciudades de esta “Piel de Toro” o “Tierra de Conejos”: ¡Vaya, hombre, siempre animales de por medio! Y no conforme con la persecución de este bonito pájaro, más tarde ampliaría mi campo de acción (con la imprescindible colaboración de mis hermanos) a pardillos y “turis”, hasta tener uno de cada, en su correspondiente jaula, colgadas de la viga del portal de mi casa. ¿Cuántos se quedaron en el camino, muertos de tristeza unos, y dejándose morir de hambre y de sed otros? No lo sé; pero ¡qué de emociones vividas durante el proceso!
Recuerdo que mi primera preocupación era la de disponer de una o dos jaulas con unas mínimas garantías de seguridad para albergar al futuro o futuros presos; luego, conseguir que mis padres me compraran liga y alpiste,preparar las varillas, que normalmente eran juncos, poner la liga en ellas (todo un arte) y, previa observación y selección de los lugares donde solían posarse para descansar, comer o beber, colocarlas estratégicamente con sumo cuidado y, por último… ¡esperar! Sí, esperar a que cayeran y cantaran en la jaula los resignados. Cardelinas, “turis” y pardillos: éste era el orden, de más a menos, según mi propia experiencia.
Tres momentos concretos me vienen a la memoria: En el primero me veo acechando, tras la pared de un prado, la llegada de posibles víctimas hasta los gardinchos, cardos o espinos de “Los Solares” en donde había puesto unas cuantas varillas con liga. En un susurro, y conteniendo la respiración, me decía: “¡Uno; ahí va uno…, a ver! ¡Ahora van cuatro! ¡Oooh, una pequeña bandada! ¡Vaya, pasa de largo! ¡Ahí viene otra! Pero por lo visto, los pájaros no tenían ni tienen una pluma de tontos, pues aquella vez, por más que me pareciera milagroso, no cayó ni uno.
En el segundo, esta vez detrás del frontón, me encuentro en mi labor de vigilancia, cuando un múltiple aleteo anuncia la huida de todas las cardelinas posadas allá, menos… ¡una! Ésta es la que advierte a las demás de que ha caído presa. Corro, emocionado, hasta la cardelina que hace ímprobos esfuerzos por desasirse de esa masa a la que están pegadas patas y alas. La “libero” con mucho cuidado y, a casa a toda prisa para introducirla en la jaula, dispuesta con su agua y su alpiste. ¡Qué revoloteo! ¡Qué rápidas miradas para todos lados! ¡Imposible salir! Si después de algún día, comienza a comer y beber, excelente señal.
Y en el tercer momento, me hallo en el rincón del prado que está junto a la derrumbada corte de la casa de la tía Inés. He dejado en el suelo la jaula que traía, me acerco sigilosamente a uno de los árboles y comienzo a trepar por él; llego a la altura donde hay un nido de cardelina que descubrí hace días y que, por supuesto, no desvelé a nadie; miro. No están los padres, pero sí las tres crías, ya muy próximas a abandonarlo. Cubro rápidamente el nido con una de las manos y, con mucho tiento, las cojo. Desciendo con extremas precauciones y, por fin, las introduzco en la jaula sin mayores contratiempos, dejándola allí.
Según mi preconcebido plan, me alejo y espero el regreso de los padres oculto tras unas zarzas. Ignoro qué veloces sistemas de comunicación utilizan los pájaros, pero el caso es que casi de inmediato aparecieron llamando a sus hijos, que al instante respondieron. ¡Imaginaos lo que pudieron decirse los pobres animalitos!
Dejé pasar unos minutos, durante los cuales, las crías se asomaban por entre los barrotes de su cárcel y los padres nerviosamente y sin cesar volaban de acá para allá sin atreverse a acercarse a la jaula. Por fin, salí de mi escondrijo. Al verme, los padres se alejaron hasta lo más alto de uno de los árboles y esperaron acontecimientos. Yo cogí la jaula y tranquilamente me dirigí a casa con la seguridad de que las dos cardelinas me seguirían.
Cuando llegué, fui a la ventana que había elegido previamente, y en el alféizar coloqué la jaula. No Tardaron en llegar los padres, que esta vez sí y poco a poco, fueron acercándose a ella hasta agarrarse a sus alambres.
Desde aquel día, la introducía en casa por la noche y la sacaba por la mañana. Puntualmente acudían los padres a dar de comer y beber a sus tres hijos. Puse agua y alpiste con el fin de que engancharan a comer y beber ellos solos. Pero… una noche se me olvidó meter la jaula, y a la mañana siguiente… me encontré las tres crías muertas, probablemente de frío, pues la temperatura había sido bastante baja.
Sí, efectivamente, trasladé a mi domicilio y, en consecuencia, disfruté durante años en él de la dulce melodía de la cardelina, del armonioso cascabeleo del “turis” y del maravilloso gorjeo del pardillo; pero, desde no sé cuándo, juré no tener jamás un pájaro enjaulado en casa y disfrutar del canto de los mismos en el campo, su hábitat natural. ¡Que los pájaros cantores me perdonen!

miércoles, 7 de octubre de 2009

Comulgar sin haber hecho la "Primera Comunión"

No sé si a X, en la escuela, le pincharon o se pinchó un dedo pulgar con una pluma, lo cierto es que se le infectó y a punto estuvo -eso se dijo- de que tuvieran que amputárselo. Quizá por este hecho (tiempo más tarde) me dieron de comulgar repetidas veces sin haber hecho la "Primera Comunión". La escuela del pueblo de los chicos era una sala rectangular con dos filas de pupitres de a dos, una estufa entre ambas, un estrado donde se hallaba la mesa del maestro, detrás de la cual y en la pared o pegada a ésta, un reloj estropeado, la bola del mundo, una librería, un crucifijo y la fotografía de Franco. En las paredes más largas, pizarras, el mapa de España y el de la provincia. Y don Eugenio era el maestro, que si bien oía y veía mal, sacudía que era un primor. "Una tarde parda y fría", los pequeños estábamos haciendo ejercicios de caligrafía cuando, al levantar la vista del cuaderno, vi en el pupitre de delante a Z, un tanto ñoño, quejica y algo berzotas, concentrado en su tarea, con la cabeza baja y todo un cuello estirado que me incitaba a… No Pude resistir la tentación. Me incorporé y, sin apretar gran cosa, le puse una banderilla. Saltó cual resorte y, mirando hacia atrás, me pilló con la mano en la pluma. Sólo me dijo: "Ahora mismo vas a don Eugenio". En vano ofrecí cartones, gállaras, un espléndido tiragomas que tenía y no sé cuántas cosas más. Se incorporó rápidamente, subió el único peldaño de acceso al estrado, reclamó la atención del maestro y le contó lo sucedido. Don Eugenio alzó la cabeza,clavó en mí una iracunda mirada y me llamó. En cuanto estuve ante él, sin mediar palabra, me agarró con la mano izquierda del pescuezo con un pellizco y, al tiempo que tiraba hacia arriba hasta ponerme de puntillas, con la derecha iba dándome de comulgar por un lado y por el otro. A continuación, me castigó de rodillas en uno de los rincones, eso sí, sin los brazos en cruz, ni libros que aguantar. Cada vez que, en sus paseos por la escuela, pasaba a mi lado, se detenía un momento, me miraba y alguna que otra vez, me volvía a dar de comulgar: supongo que se acordaba del dedo infectado de X. Tan sólo en una ocasión más en mi vida (tendría once o doce años y estaba en otra escuela) no pude resistir la tentación ante un niño de mi edad, también un tanto ñoño, quejica y algo berzotas, al que le propiné, así, sin más, una suave patada en la espinilla. Me vio uno de los vigilantes y, como no podía ser de otra manera y además muy justamente, me administró la consabida comunión, y esta vez sí que ya había hecho la "Primera".

La carrera

Hasta que me "fundieron los plomos" (faltaban tres meses para cumplir los nueve años) siempre tuve una fuerte inclinación a integrarme en grupos de chicos cuatro o cinco años mayores que yo. Esto tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Sin entrar en enumeraciones que no vienen al caso, un posible inconveniente sería el de convertirte en una especie de criado y objeto de chanzas por parte de ellos, y una ventaja (discutible) la de una motivación especial en todos los órdenes porque, en ocasiones, puede llevarte a una más que dolorosa frustración. No recuerdo cuántos chicos estábamos aquel día en el pilar (no precisamente en el de Zaragoza) sino en el principal abrevadero del pueblo, pero sí recuerdo algunos de los que estábamos y que yo era el más pequeño, por supuesto. Cuando quise darme cuenta, X y Z discutían, rodeados por todos los demás, sobre quién corría más de los dos sin decidirse a demostrarlo. Por fin, M, siempre muy responsable, estableció las condiciones , el recorrido, designó un par de jueces para controlar la carrera situándolos en dos puntos estratégicos del mismo, y se dispuso a dar la salida. Antes, girándose muy sonriente hacia mí, me dijo: -Tú corres mucho, chaval. ¡Échales una carrera! ¡A ver si les ganas! Envanecido, pero inconsciente de mis verdaderas posibilidades (ellos tenían once o doce años y yo siete) me preparé también. Al principio, corriendo a tope, pude seguirlos a muy poca distancia; pero, a medida que avanzaba la carrera, me fui retrasando cada vez más, a pesar de que me esforzaba al máximo. Cuando los perdí de vista (el recorrido no era en línea recta) reduje la marcha hasta que, al contrario de lo que sucede en cualquier carrera, los últimos metros los hice andando, cabizbajo y reteniendo a duras penas el torrente de lágrimas de vergüenza que amenazaba con desbordarse. Aunque prácticamente nadie reparó en mí, porque todo eran discusiones sobre si había ganado éste o el otro, o habían llegado a la par, el frustrante sentimiento de impotencia que experimenté, ha quedado para siempre escondido bajo una ligera capa de cenizas.

martes, 6 de octubre de 2009

La hija de la Valerosa

¿Te acuerdas, padre, de la Mohína, aquella oronda y seria vaca que tuvisteis que vender cuando pasó lo que me pasó? ¿De la fiel y trabajadora Chamorra que, cuando años más tarde y ya vieja, una vez cerrado el trato, al entrar en la cocina para comunicar que ya la habías vendido, se te saltaron las lágrimas? ¿De la Chaparra, dignísima hija de la anterior? Y, por fin, ¿de la Valerosa (la mansa, la trabajadora, la soberbia matrona suiza)? Pues bien, padre, estoy seguro de que lo que no recordarás, y menos allá donde ahora te encuentras, es que cierto día (tendría yo unos cinco años) por la mañana temprano, bajé al portal (mis hermanos supongo que estarían aún en la cama) y me dijiste nada más verme: “Anda, entra en la cuadra y mira lo que tenemos.
Pronto y bien mandado, allá fui. ¿Cuál sería mi sorpresa al descubrir que las otras vacas no estaban y que, tumbada al lado de la Valerosa, que la lamía tiernamente, se hallaba una preciosa ternerita completamente blanca. Sin que se me ocurriera, ni por asomo, pensar en que tendríamos calostros con lo que a mí me gustaban, me acerqué confiado, pues esta vaca no amurcaba, y la acaricié a mi vez, mientras la madre me miraba como diciendo: “¿Has visto qué maja es?”
Tras varios minutos de afectivo diálogo y una suave palmadita en el testuz de ambas, salí corriendo hacia la cocina donde estaban mis padres, a los que, así, de sopetón, les solté:
-Esta “jotita” es mía, ¿eh?
- También será de tus hermanos, ¿no? –respondió mi madre.
-Bueno, sí, pero más, mía, ¿vale? –contesté rápidamente.
Fueron pasando los días sin que faltara uno solo a un par de citas, como mínimo, con “mi” becerrita. Pero todo tiene su fin.
Un día, me hallaba yo, más solo que la una, encaramado en el montón de leña, todavía sin picar, situado unos 20 metros delante de casa, cuando vi a mi querida Blanquita, a la que sin saberlo aquella mañana le había dado el último abrazo, sacada a viva fuerza de la cuadra con una soga atada al cuello de la que tiraban dos hombres, y empujaba mi padre por detrás. Por más que se negara a abandonar esa cuadra en la que tan feliz había sido y a su madre, en aquellos momentos, ausente a propósito, fue conducida hasta el camión de “Los Cuadraos” de Salas donde esperaban otras pobres terneras para emprender el camino hacia las carnicerías. No pude aguantar más. Me tapé la cara y comencé a llorar desconsoladamente, como, a su modo, haría la Valerosa al volver por la tarde a la cuadra y no encontrar a su hija.
Al cabo de un rato oí que mi madre me llamaba, y al ver que aún seguía llorando me dijo:
-La vendemos porque es necesario comprar cosas para todos los de casa.

lunes, 5 de octubre de 2009

El olmo seco de la Soledad

Cuando leí por primera vez el célebre poema que Antonio Machado dedicara “a un olmo seco”, pensé que se había inspirado en el que se alzaba delante de la ermita de la soledad de mi pueblo. No, no era éste, pero como si lo fuese; por eso, cada vez que he leído y leo este bello poema, por mi mente desfila una serie de imágenes que me trasladan a mi infancia (primaveras de los seis, siete u ocho años) en que chicos y chicas nos reuníamos en torno a la ermita de la Soledad situada a las afueras del pueblo, para jugar a la gallina ciega en el pequeño pórtico de la misma, a los “hinques”, a la “estornica”, al escondite, a los médicos, a papás y mamás… y, sobre todo los chicos, introduciéndonos por el orificio que al pie del grueso olmo había abierto el rayo en su salida, intentar ascender por el hueco del tronco hasta alcanzar el orificio de entrada, que suponía el triunfo con el consabido regocijo interior por haberlo conseguido y la lógica vanidad por lograrlo ante compañeros y compañeras y algún casual adulto que pasara por allí.
No recuerdo, por supuesto, cuál de mis numerosos intentos se vio recompensado con el éxito, ni si fue a los seis, siete o a los ocho años; pero sí recuerdo, claramente, que siempre que me aprestaba a realizar un nuevo intento dentro del árbol, miraba hacia arriba creyendo que ésa ocasión sería la definitiva, a pesar de lo lejos que me parecía encontrarse la meta, quizá porque ese espléndido pedacito de cielo que se dejaba ver, todavía lo alejaba más; aunque, por otra parte, me estimulaba, tiraba de mí. Así pues, abriendo brazos y piernas y aprovechando los más mínimos salientes del tronco, apoyaba fuerte las manos y los pies a cada lado y… palmo a palmo hacia la luz.
Recuerdo, también diáfanamente, que el día que lo conseguí, me quedé sentado en lo alto del olmo, primero, muy quieto, recuperando el resuello y, por fin, levantando los brazos y agitándolos, grité: “¡Eh!, ¡lo he conseguido!, ¡lo he conseguido!”
Hoy día, la ermita de la Soledad sigue allí (desde el siglo XVIII) con las curas propias de las leves heridas que el tiempo le ha ido infiriendo; mientras que una enfermedad irreversible se llevó a los cuatro olmos que la protegían por delante y uno por detrás, y que según la Marcela, que Dios la tenga en su gloria y que nos espere por muchos años, pregonaba que tenían nombre: A-VE-Ma-RÍ-A. NO sé si sería cierto, pero lo que sí lo es, es que sin haber ido prácticamente a la escuela, sabía dividir muy bien las palabras por sílabas.
¡Ah!, La Cruz de piedra, erigida entre los cuatro olmos, también sigue allí: ella sola se basta y se sobra para proteger a esta bonita ermita.