Tan sólo tres son los que aquí explicaré porque reflejan otros tantos aspectos de comportamiento: imprudencia, temeridad y comodidad.
Por fin, llegaba "la corta" propiamente dicha y que consistía en eso: cortar cada vecino, por su cuenta, el lote que le había caído en suerte y que después había de acarrear hasta las proximidades de su domicilio. Allí se "picaba" la leña menuda, se serraban los troncos, se convertían éstos en rajas y, a continuación, se ponía todo a buen recaudo, o sea, bajo techo.
Pues bien, en uno de esos momentos, se produjo el primer golpe. Estaba un chaval (unos cinco años mayor que yo) con una maza introduciendo una cuña en uno de los troncos cuando, imprudente de mí, me situé justito detrás de él en el instante en que alzaba la maza hasta prácticamente su espalda para tomar más impulso. El golpe que recibí en plena nariz fue como para dejarme chato para toda la vida. Comencé a sangrar cual cerdo en la "matanza", a llorar y correr hacia casa, donde mi madre hizo todo lo necesario para cortar la hemorragia. Y al contarle lo sucedido, no echó la culpa al chaval, no, sino a mí por tonto e imprudente.
Andábamos unos cuantos chicos subiendo y bajando del carro, hasta que auno, todo un saltimbanqui, le dio por hacer una sorprendente muestra de su habilidad, cogiéndose con cada una de las manos de sendas estacas del mismo y dar hacia atrás una espléndida voltereta que le dejó en su postura inicial.
Yo, no faltaba más, cómo iba a ser menos con lo valiente que era. Sin encomendarme ni a Dios ni al diablo, desafiando las más simples reglas de la lógica, me puse de pie, agarré cada una de las dos estacas con la correspondiente mano y... ¡vaya morrada me pegué! ¡A sangrar como para hacer morcillas! No se me ocurrió pensar que al dar la voltereta no podía girar las manos. Una cosa es ser valiente y otra muy distinta, temerario.
Para las gentes del pueblo estos años fueron estupendos, puesto que les permitió ganarse unas buenas perras, tan necesarias en aquellos tiempos al venderle al señor el espliego que iban a segar a "La cuesta".
Fue, precisamente, al descender de allá con el carro bastante lleno de sacos de espliego, cuando me empeñé en querer ir subido en él, tumbadito encima de los sacos. De pronto, el carro volcó, saliendo yo despedido dándome en la cabeza un buen golpe contra una piedra y, por tanto, haciéndome una "piquera", afortunadamente pequeña y superficial, pero que sangraba demasiado para la poca importancia que tenía. Mientras mi madre se encargaba de mí, mi padre, rápidamente, fue a desuncir a las vacas, pues es de ver cómo, al volcar el carro, éstas se abren girando el cuello :asta lo inverosímil.
Mi madre me lavó la herida con un poco de agua; verificó que no era ni profunda ni grande, me dio un pañuelo para que lo mantuviera apretado contra la herida y, como no había perdido el conocimiento ni por asomo, me mandó tranquilamente para casa. Por cierto, me quedé tan sorprendido, que cuando quise arrancar a llorar, ya se me había pasado el susto.
Mientras me alejaba, mis padres, con la ayuda de otras personas del pueblo que por allí andaban en los mismos menesteres, se dedicaban a descargar el carro, ponerlo en pie..., yo seguí, algo incómodo, mi camino hasta casa para contarles a mis hermanos mi gran aventura.